La casa del reloj en la pared llega al cine

Este jueves se estrena “La casa con un reloj en sus paredes”, la versión cinematográfica de este libro de John Bellairs. La magia, los hechizos y los brujos son los puntos fuertes de este filme protagonizado por Jack Black y Cate Blanchett (Ganadora de 2 premios Oscar).

Título: La casa del reloj en la pared (Los casos de Lewis Barnavelt 1)
Autor: John Bellairs
Sello: ALFAGUARA INFANTIL JUVENIL
Precio sin IVA: $ 399,00
Fecha publicación: 09/2018
Idioma: Español
Formato, páginas: RÚSTICA, 256
Medidas: 14 X 21,5 mm
ISBN: 9789877385083
Colección: Narrativa juvenil
Edad recomendada: A partir de 14 años



SINOPSIS:

Después de la muerte de sus padres, Lewis debe ir a vivir a la mansión de su excéntrico tío Jonathan. Pronto descubre que su tío y su vecina, la señora Zimmermann, no solo son un poco extraños, sino que ambos son magos.

Pero ¿qué es ese inquietante tic-tac que resuena en la casa? ¿Qué peligros se esconden dentro de las paredes de la mansión?

TRÁILER DE LA PELI:




Género: Aventura
Elenco: Jack Black, Cate Blanchett, Owen Vaccaro, Kyle MacLachlan, Colleen Camp, Renée Elise Goldsberry, Vanessa Anne Williams y Sunny Suljic.
Dirección: Eli Roth
Guión: Eric Kripke
Producción: Brad Fischer, James Vanderbilt y Eric Kripke.
Producción Ejecutiva: William Sherak, Tracey Nyberg y Laeta Kalogridis.


ASÍ COMIENZA ESTA HISTORIA...

Lewis Barnavelt se revolvió y se secó las palmas sudorosas en el asiento del autobús que rugía hacia New Zebedee. Transcurría el año 1948, y era una cálida y ventosa noche estival. Afuera, al menos. Lewis veía los árboles tenuemente iluminados por la luna mecerse con suavidad al otro lado de su ventana, cerrada como el resto de ventanas del autobús.

Se miró los pantalones de pana morada, de esos que hacen frufrú cuando caminas. Levantó la mano y se la pasó por el pelo, peinado con raya al medio y engominado con aceite en crema de la marca Wildroot. Ahora se le había quedado la mano grasienta, así que se la volvió a limpiar en el asiento. Movía los labios pronunciando una oración. Era una de sus oraciones de monaguillo.

Quia tu es Deus fortitudo mea; quare me repulisti, et quare tristis incedo, dum affligit me inimicus?

Siendo tú, oh Dios, mi fortaleza, ¿cómo me siento yo desamparado, y por qué me hallo triste al verme importunado por mi enemigo?

Trató de recordar más oraciones, pero lo único que le vino a la mente fue otra pregunta:

Quare tristis es anima mea, et quare conturbas me?

¿Por qué penas, oh alma mía, y por qué me afliges?

Lewis tenía la sensación de que lo único en lo que pensaba últimamente eran preguntas: ¿Adónde voy? ¿A quién conoceré? ¿Me caerá bien? ¿Qué me va a pasar?

Lewis Barnavelt tenía diez años. Hasta hacía muy poco había vivido con sus padres en una pequeña ciudad cerca de Milwaukee. Pero una noche su padre y su madre habían muerto repentinamente en un accidente de coche, y ahora Lewis se dirigía a New Zebedee, la sede del condado de Capharnaum, en el estado de Michigan. Iba a vivir con su tío Jonathan, a quien no había visto en su vida. Por supuesto, Lewis había oído algunas cosas sobre su tío Jonathan, como que fumaba y bebía y jugaba al póquer. No eran cosas demasiado terribles para una familia católica, pero Lewis tenía dos tías solteras que eran bautistas, y le habían advertido sobre Jonathan. Esperaba que sus advertencias resultaran innecesarias.

Mientras el autobús tomaba una curva, Lewis miró su reflejo en la ventana que había junto a su asiento. Vio un rostro regordete y con aire despistado de mejillas lustrosas. El rostro movía los labios. Lewis estaba recitando de nuevo sus oraciones de monaguillo, esta vez con la esperanza de agradar a su tío Jonathan. Judica me Deus… Júzgame, oh Dios… No, no me juzgues: ayúdame a vivir una vida feliz.

Eran las nueve menos cinco cuando el autobús se detuvo frente a la droguería Heemsoth’s Rexall, en la ciudad de New Zebedee. Lewis se levantó, se secó las manos en los pantalones y tiró de la enorme maleta de cartón que colgaba del borde del portaequipajes metálico. El padre de Lewis había comprado esa maleta en Londres al final de la Segunda Guerra Mundial. Estaba forrada de pegatinas arrugadas y desvaídas de la naviera Cunard Line. Lewis tiró con fuerza y la maleta se precipitó sobre su cabeza. Retrocedió tambaleándose por el pasillo, con la maleta alzada peligrosamente en el aire. Entonces se sentó repentinamente y la maleta aterrizó en su regazo con un golpe seco.

—¡Oh, vamos! ¡No te mates antes de que tengamos oportunidad de conocernos!

Ahí, en el pasillo, había un hombre con una poblada barba pelirroja veteada de blanco en varias zonas. La protuberante barriga le abultaba los pantalones color caqui marca Big Mac frente al cuerpo, y llevaba un chaleco rojo con botones dorados sobre una camisa azul de trabajo. Lewis se fijó en que el chaleco tenía cuatro bolsillos: de los dos superiores asomaban limpiapipas, y entre los dos inferiores colgaba una cadenita hecha con clips. Un extremo de la cadena estaba enganchado a la ruedecilla con la que se daba cuerda a un reloj dorado.

Jonathan van Olden Barnavelt se sacó la pipa humeante de la boca y le tendió la mano.

—Hola, Lewis. Soy tu tío Jonathan. Te he reconocido por una foto que me mandó una vez tu padre. Bienvenido a New Zebedee.

Lewis le estrechó la mano, y se fijó en que Jonathan tenía el dorso cubierto por una mullida mata de vello rojizo. El manto de vello subía por la manga y desaparecía. Lewis se preguntó si todo su cuerpo estaría cubierto por aquel pelo rojo.

Jonathan sopesó la maleta y bajó los peldaños del autobús.

—Dios santo, ¡menudo monstruo! ¡Debería tener ruedas en la base! ¡Uf! ¿Has metido dentro unos cuantos ladrillos de tu casa? —Lewis se puso tan triste ante la mención de su casa que Jonathan decidió cambiar de tema. Se aclaró la garganta y dijo—: Bueno, pues como iba diciendo, bienvenido al condado de Capharnaum y a la hermosa New Zebedee, villa histórica. Seis mil habitantes, sin contar…

En las alturas, una campana empezó a dar la hora.

Jonathan se quedó callado. Clavado en el sitio. Soltó la maleta y dejó caer los brazos flácidos a ambos lados del cuerpo. Asustado, Lewis lo miró. Jonathan tenía los ojos vidriosos.

La campana siguió tañendo. Lewis alzó la vista. El sonido procedía de una alta torre de ladrillo que se erigía al otro lado de la calle. Los arcos del campanario componían una boca abierta en un aullido y dos ojos expectantes. Bajo la boca había un enorme reloj con números de hierro.

Tolón. Otro tañido. Era una cavernosa campana de hierro, y el sonido hizo que Lewis se sintiera indefenso y desesperanzado. Las campanas como aquella siempre le hacían sentir así. Pero ¿qué le pasaba al tío Jonathan?

El tañido cesó. Jonathan salió de su trance. Sacudió la cabeza convulsivamente y, con un movimiento vacilante, se llevó la mano a la cara. Sudaba profusamente. Se enjugó la frente y las mejillas chorreantes.

—Mmm… ¡Ja! ¡Grmmf! ¡Oh! Lo siento, Lewis… Acabo…, acabo de recordar que me he dejado la tetera hirviendo en el fuego. Siempre pierdo el hilo cuando recuerdo algo que había olvidado, o al verrés. Seguro que el culo del cazo ya se ha echado a perder. Vamos. Pongámonos en marcha.

Lewis miró intensamente a su tío, pero no dijo nada. Los dos echaron a andar juntos.

Salieron de Main Street, fuertemente iluminada, y poco después bajaban trotando a buen paso por una avenida flanqueada por árboles llamada Mansion Street. Las ramas suspendidas convertían Mansion Street en un largo túnel crepitante. La luz de las farolas se extendía a lo lejos. Mientras caminaban, Jonathan le preguntó a Lewis qué tal le iba en el colegio, y si sabía cuál era el promedio de bateo de George Kell aquel año. Le dijo que tendría que hacerse fan de los Tigers ahora que vivía en Michigan. Jonathan no volvió a quejarse de su maleta, pero se detuvo bastantes veces para apoyarla en el suelo y flexionar los dedos de la mano enrojecida.

Lewis tuvo la sensación de que Jonathan alzaba el tono de voz en la oscuridad entre farola y farola, aunque Lewis no sabía por qué. Se supone que los adultos no le tienen miedo a la oscuridad y, de todas maneras, aquella no era una calle oscura y solitaria. Había luz en la mayoría de las casas, y Lewis oía a gente riendo y hablando y cerrando puertas. Su tío era, sin duda, un tipo raro, pero raro en el buen sentido.

Jonathan se detuvo en el cruce entre Mansion Street y High Street. Apoyó la maleta delante de un buzón en el que se leía «SOLO PARA RECEPCIÓN DE CORREO».

—Vivo en lo alto de la colina —dijo Jonathan, señalando la cima.

High Street[1] hacía honor a su nombre. Y por allí subieron, encorvados y arrastrando lentamente los pies. Lewis le preguntó varias veces a Jonathan si quería que llevara la maleta, pero todas las veces Jonathan respondió que no, gracias, que él podía. Lewis empezó a arrepentirse de haber traído consigo tantos libros y soldaditos de plomo.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Jonathan soltó la maleta. Sacó una bandana roja y se enjugó la cara con ella.

—Bueno, pues aquí es, Lewis. El capricho de los Barnavelt. ¿Qué te parece?

Lewis lo miró.

Vio una mansión de tres pisos con una alta torreta al frente. La casa entera estaba iluminada: el piso de abajo, el de arriba y el de más arriba. Había luz incluso en el ventanuco ovalado que se abría, como un ojo, en la pendiente de tejas que remataba la parte superior de la torreta. En el jardín, frente a la casa, se erigía un enorme castaño. La cálida brisa estival hacía susurrar sus hojas.

Jonathan estaba de pie, en postura de descanso militar, con las manos a la espalda y las piernas separadas.

—¿Qué te parece, Lewis? ¿Eh? —volvió a preguntar.

—¡Me encanta, tío Jonathan! Siempre he querido vivir en una mansión… ¡y menuda mansión es esta!

Lewis se acercó a la ornamentada verja y tocó una de las borlas de hierro que discurrían en hilera por la parte superior. Se quedó mirando la señal que rezaba «100» con cristales reflectantes de color rojo.

—¿Es de verdad, tío Jonathan? La casa, quiero decir.

Jonathan se quedó mirándolo extrañado.

—Sí…, sí… Sí, claro que lo es. Es de verdad. Vamos adentro.

Jonathan levantó el lazo hecho con un cordón de zapato que mantenía la verja cerrada. La verja chirrió, y Lewis comenzó a subir hacia la casa. Jonathan le seguía de cerca, arrastrando la maleta. Fueron hasta los peldaños de la entrada. El vestíbulo principal estaba a oscuras, pero había luz al fondo. Jonathan dejó la maleta en el suelo y le pasó el brazo a Lewis alrededor de los hombros.

—Vamos. Entremos. No seas vergonzoso. Ahora es tu casa.

Lewis recorrió el largo pasillo. Le pareció eterno. Al llegar al extremo opuesto, salió a una estancia inundada de luz amarilla. En las paredes había cuadros con gruesos marcos bañados en oro; una repisa cubierta por un disparatado surtido de baratijas; una gran mesa redonda en el centro de la estancia y, en una esquina, una mujer de cabello cano vestida con un holgado vestido morado. Estaba de pie, con la oreja pegada a la pared, escuchando.

Lewis se detuvo y se quedó mirándola. Se sentía avergonzado. Era como si acabara de descubrir a alguien haciendo algo que no debería estar haciendo. Creía que Jonathan y él habían hecho bastante ruido al entrar, pero estaba claro que la mujer, fuera quien fuera, se había sorprendido cuando él entró en la estancia. Sorprendido y avergonzado, como él mismo.

En ese momento se enderezó, se alisó el vestido y dijo alegremente:

—Vaya, hola. Soy la señora Zimmermann. Vivo en la casa de al lado.

Lewis se encontró contemplando uno de los rostros más arrugados que había visto en su vida. Pero los ojos eran amables, y todas las arrugas que tenía eran marcas de expresión. Le estrechó la mano.

—Florence, este es Lewis —dijo Jonathan—. Recordarás que Charlie escribía sobre él. El autobús ha llegado a tiempo, para variar. Deben de haber emborrachado al conductor. ¡Oye! ¿Me has estado sisando monedas?

Jonathan se acercó a la mesa. Entonces, Lewis se fijó en el mantel a cuadros rojos y blancos cubierto de montoncitos y pilas de monedas. Todo tipo de monedas, la mayoría extranjeras. Monedas de Arabia, con forma de rosquilla y nudos de boy scout en el perímetro; un montoncito de monedas de bronce de un marrón oscuro, todas ellas acuñadas con la imagen de un hombre calvo con un bigote en forma de manubrio. Había grandes peniques ingleses que mostraban a la reina Victoria con diferentes grados de papada, y diminutas monedas de plata no mucho mayores que una uña. Había un dólar de plata mexicano con forma de huevo, y también una moneda romana de verdad, cubierta de óxido verde. Pero la mayoría, amontonadas en dorados montoncitos brillantes, eran monedas de cobre en las que aparecía impreso: «Bon pour un franc». A Lewis le gustó la frase. Y, como no sabía ni una palabra de francés, su mente la retorció hasta convertirla en «Bombón para Frank».

—No, no te he mangado ninguno de tus valiosísimos doblones de pacotilla —dijo la señora Zimmermann, en tono molesto—. Solo estaba poniendo los montoncitos derechos. ¿De acuerdo, Morrocepillo?

—Poniendo los montoncitos derechos. Esa ya me la sé, Carabruja. Pero da igual, porque ahora vamos a tener que dividir las monedas en tres partes. Juegas al póquer, ¿verdad, Lewis?

—Sí, pero mi padre no me… —Se detuvo. Jonathan vio las lágrimas en sus ojos. Lewis ahogó un sollozo y continuó—: Mi…, mi padre no me habría dejado apostar.

—Ah, pero nosotros no apostamos —dijo la señora Zimmermann, riendo—. Si lo hiciéramos, esta casa y todo lo que hay en ella ya me pertenecería.

—Caramba, ya lo creo —dijo Jonathan, barajando las cartas y expulsando nubecillas de humo por su pipa—. Vaya que si lo creo. Repártelas, vejestorio. ¿No? Bueno, pues cuando estés lista, vamos a jugar a que quien reparte elige, y el primero en repartir soy yo. Pero nada de juegos de viejas, nada de Escupe por la ventana ni de El camisón de Johnny. Mano de cinco cartas. Nada de azar. —Dio un par de caladas más. Estaba a punto de repartir la primera mano cuando de pronto paró y miró a la señora Zimmermann con una sonrisa traviesa—. Ah, por cierto —dijo—, podrías traerle a Lewis un vaso de té helado, y rellenarme a mí el mío. Sin azúcar. Y traer también otro plato de galletas con trocitos de chocolate.

La señora Zimmermann se levantó y entrelazó las manos servicialmente frente a ella.

—¿Y cómo le gustan las galletas, caballero? ¿Embutidas por el gaznate, una a una, o desmigajaditas y esparcidas por el cuello de la camisa?

Jonathan le sacó la lengua.

—No le hagas ni caso, Lewis. Se cree muy lista porque tiene más diplomas universitarios que yo.

—Sería más lista que tú aunque no los tuviera, Barbarrara. Perdonadme, amigos. Vuelvo en un minuto. —Se dio media vuelta y entró en la cocina.

Jonathan repartió una mano de prueba mientras ella no estaba. Cuando Lewis cogió las cartas, se fijó en que eran viejas y estaban muy desgastadas. A la mayoría les faltaban las esquinas. Pero en el dorso azul de todas y cada una de ellas había un sello dorado, con una lámpara de Aladino en el centro. Por encima y por debajo del sello, se leían las palabras:

CONDADO DE CAPHARNAUM

ASOCIACIÓN DE MAGOS

La señora Zimmermann volvió con las galletas y el té helado, y la partida empezó de verdad. Jonathan recogió las cartas y partió con un ¡zzzzit! de lo más profesional. Barajó y empezó a repartir. Lewis sorbió su té helado y se sintió muy cómodo, muy en casa.

Jugaron hasta la medianoche, y para entonces Lewis solo veía puntos rojos y negros frente a los ojos. El humo de la pipa flotaba en estratos sobre la mesa y se elevaba en una columna desde la sombra de la lámpara de pie. Conseguía que la lámpara pareciera mágica, como la del dorso de los naipes. Y hubo otra cosa mágica en la partida. Lewis ganó. Ganó un montón de veces. Por lo general, tenía una suerte pésima, pero en aquella partida consiguió escaleras, escaleras de color, póquer. No siempre, pero las veces suficientes como para ganar de manera constante.

Tal vez se debiera a que Jonathan era un jugador pésimo. Lo que había dicho la señora Zimmermann era, sin duda, verdad. Cada vez que Jonathan tenía una mano buena, resoplaba y se aguantaba la risa y echaba humo por ambas comisuras de la boca. Cuando tenía una mano mala, se enfurruñaba y mordisqueaba la boquilla de la pipa con impaciencia. La señora Zimmermann era una jugadora experimentada, capaz de marcarse un farol con un par de doses, pero aquella noche no le estaban saliendo buenas cartas. Tal vez por eso estuviera ganando Lewis. Tal vez. Pero tenía sus dudas.

Por una parte, habría podido jurar que una o dos veces, cuando extendía la mano para darle la vuelta a una carta que acababan de repartirle, el naipe había cambiado. Había cambiado —así, sin más— mientras lo levantaba. Esto nunca pasaba cuando repartía Lewis, pero sí cuando lo hacían Jonathan o la señora Zimmermann. Y, más de una vez, había estado a punto de descartar una mano para, después de echarle un segundo vistazo, descubrir que la mano era buena. Era raro.

El reloj de la repisa de la chimenea se aclaró la voz con un chirrido y empezó a tocar la medianoche.

Lewis lanzó una mirada fugaz a su tío Jonathan, que estaba allí sentado, completamente sereno, dándole caladas a su pipa. ¿O tal vez no estuviera tan sereno? Parecía esperar escuchar algo…

El resto de relojes de la casa se unieron al de la repisa de la chimenea. Lewis se quedó sentado, embelesado, escuchando los agudos dindones, los leves tictacs, el melodioso sonido de timbres eléctricos, los cucús de los relojes de cuco y los profundos y siniestros gongs chinos que ...

SOBRE EL AUTOR:

John Bellairs (1938-1991) fue un novelista americano de novela de suspenso y género gótico. Su obra más conocida es La casa del reloj (1973) y la novedosa novela de fantasía The Face in the Frost (1969). Bellairs combinó la escritura y la enseñanza desde 1963 hasta 1971; cuando decidió dedicarse solo a la escritura. Durante su carrera publicó quince novelas juveniles; que fueron traducidas a varios idiomas; y dos de ellas se rodaron para televisión.

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