Una bibliotecaria que se identifica como queer lucha con nuestra tendencia a clasificar tanto a los libros como a las personas.
Brian Rea |
Como bibliotecaria que ha salido con hombres y mujeres, no pude evitar pensar en cómo se categorizarían mis diversos amores según el Sistema de Clasificación Decimal Dewey. Stefan, por ejemplo, era un arquitecto (720.23), además de californiano (979.4) con ojos del color del océano (551). Nuestro amor parecía un cuento de hadas (398.2); sabía que me iba a casar con este chico.
Al mismo tiempo, sentí una punzada de pérdida, porque estaba “eligiendo un bando” (por mucho que odie esa expresión) y ser una feminista queer era una parte importante de mi identidad. ¿Qué significaría hacer mi vida con un hombre? ¿Cómo me clasificaría a mí misma (y a nosotros)?
No tuve mucho tiempo para reflexionar sobre esto en 2008. Estaba ocupada empezando una nueva biblioteca desde cero para una escuela pública en Queens, Nueva York. Me preguntaba si Stefan apoyaría mi carrera, le dije en broma que mis fines de semana estaban “reservados”.
Él sonrió y se ofreció a ayudar. Nuestra primera excursión nos llevó a la casa de campo de un profesor fallecido en el oeste de Massachusetts, donde pasamos 14 horas subiendo 3000 libros polvorientos en una flotilla de U-Hauls para llevarlos a la nueva biblioteca.
“¿Hacemos esto de nuevo el próximo fin de semana?”, le dije esa noche.
“Claro”, me contesto él.
Stefan tenía una autenticidad infantil que a mí me venía bien. Cuando nos conocimos, casi se tropezó con los cordones desatados de sus zapatos mientras admiraba los rascacielos de Manhattan. Era sabio; había pasado por momentos difíciles, pero tenía una actitud fresca y nueva.
Después de la excursión a la biblioteca, quería tanto a Stefan que no me importaba qué género tenía ni cómo me llamaba. La primera vez que se quedó a dormir, soñé que le ayudaba a encontrar un libro entre unas pilas laberínticas. Nos desperté a los dos, poniéndome de pie en la cama, lo sacudí de los hombros y le dije: “¿Qué estás buscando?”.
“¿Qué?”, contestó aturdido.
“¿Qué libro puedo ayudarte a encontrar?”, dije antes de darme cuenta de que estaba oscuro y estábamos en la cama. Me reí y volvimos a dormir, solo para repetir la misma rutina unas noches más tarde y después una vez más. En estos sueños, Stefan era el usuario de la biblioteca, pero yo era la que me buscaba a mí misma.
La biblioteca de mi escuela crecía libro a libro y yo catalogaba miles de volúmenes con el sistema Dewey. Melvil Dewey, creador del sistema de clasificación de 1876, no era ningún héroe, ya que se retiró de la Asociación Estadounidense de Bibliotecas, de la que fue cofundador, tras numerosas acusaciones de acoso sexual. También fue expulsado de la Biblioteca Estatal de Nueva York por racismo y antisemitismo. A pesar de que su sistema ha sido revisado 23 veces —y sus actuales editores están particularmente comprometidos con la ética en la clasificación— sigue siendo anticuado.
A menudo la gente me pregunta por qué, en plena era digital, las bibliotecas siguen teniendo libros impresos con etiquetas de codificaciones indescifrables. A mí esa clasificación me tranquiliza. Sin embargo, el conocimiento, al igual que el amor, es tan vasto y cambiante como el océano.
Antes de mudarme con Stefan, doné todos los libros que me recordaban a mis ex a la biblioteca de mi escuela. Doné los libros de cine de mi novia cineasta y actriz de casi cuatro años y los libros de náutica de mi novio constructor de barcos que vivía en un faro de Long Island.
Dejé atrás viejos desamores al liberar los libros de mis antiguas parejas entre otros miles de volúmenes de mi biblioteca para que circularan y tuvieran vida propia. Cada cierto tiempo, me tropiezo con ellos como si fueran viejos amigos y reflexiono sobre cómo amar a estos hombres y mujeres me preparó para encontrar a Stefan, que conocía mi historia desde el principio y siempre me aceptó.
Mi propia clasificación decimal Dewey es 306.765, por ser bisexual. Pero esa no es mi palabra favorita; creo que refuerza lo binario del género y hace demasiado hincapié en el sexo. Durante mi larga relación con una mujer, intenté llamarme lesbiana, pero tampoco me convencía. Cuando terminamos, dejé de usar etiquetas para llamarme a mí misma.
El signo de más al final de LGBTQAI+ es para personas como yo. Sin embargo, a los 41 años, me había dado cuenta algo tarde de que identificarme como “no importa” era solitario; no me incluía en ninguna comunidad. La pandemia me motivó a reflexionar sobre 25 años de identidades cambiantes y a aceptar lo “queer”. La palabra queer es igual de grande y hermosa que una biblioteca.
La clasificación Dewey de la gente que pertenece a la comunidad LGBTQAI+ también ha cambiado con el tiempo. Nos han puesto en “Psicología anormal”, “Perversión”, “Desequilibrio”, “Trastornos neurológicos”, así como “Problemas sociales y servicios sociales”, antes de aterrizar en nuestro actual hogar: “Orientación sexual, transexualidad e intersexualidad”. El único defecto de nuestra ubicación en el 305 es que nuestros vecinos son libros sobre prostitución, pornografía, incesto y tráfico de niños. Cualquiera que vaya a buscar un libro queer de no ficción en una estantería de la biblioteca no podrá evitar observar los libros aledaños.
El sistema Dewey se utiliza en todo el mundo, así que ya sea que se encuentren en Tokio, Ciudad del Cabo o São Paulo, encontrarán los libros con códigos iguales o similares. Los libros sobre el matrimonio se dividen en dos categorías: libros sobre el matrimonio cristiano (248.84) y el matrimonio secular (306.8). Por supuesto, Dewey nunca estableció un número para un matrimonio como el mío, entre una mujer bisexual y un hombre heterosexual.
Me consuela combinar las pilas y recordar que siempre ha habido mujeres bisexuales casadas con hombres: Virginia Woolf, Eleanor Roosevelt, Frida Kahlo. Y mujeres queer a lo largo de la historia que de verdad han amado a esos hombres. Diego Rivera fue el amor de la vida de Frida Kahlo, pero ella nunca dejó de ser queer. Estableció sus propias reglas para el matrimonio, como vivir en una casa azul cobalto conectada a la casa de su marido por un puente.
En su TED Talk de 2019, The Invisible Letter B, Misty Gedlinske describe su matrimonio como “un matrimonio del sexo opuesto, pero no un matrimonio heterosexual”. Las mujeres queer aportamos un pensamiento innovador sobre el género y un tipo especial de valentía y resiliencia a nuestras relaciones con hombres cisgénero. Cuando conozco a mujeres como yo, siento una conexión inmediata: somos hermanas. Sin embargo, después de que terminé con la cineasta y me embarqué en una relación con el constructor de barcos, la mayoría de mis familiares y amigos eliminaron mi identidad queer. Mi madre describía al constructor de barcos como mi “primera relación de verdad”, aunque había vivido con una mujer durante varios años. Los amigos dejaron de invitarme a los eventos del orgullo gay.
Incluso una de mis amigas más cercanas de aquella época, quien entonces se identificaba como una aliada heterosexual, boicoteó mi boda con Stefan. Nos conocimos cuando yo tenía novia y ella no creía que estaba siendo honesta conmigo misma al casarme con un hombre.
Eso me dolió. Nos dejamos de hablar cinco años, hasta que ella me llamó para decirme que por primera vez había salido con una mujer y que se iban a casar.
Nos reímos. En nuestros veintitantos, yo era la lesbiana y ella era la heterosexual, pero ahora era al revés. O tal vez siempre habíamos sido dos mujeres queer en busca de la letra correcta del alfabeto.
No existen muchos modelos a seguir para que las mujeres queer salgan del clóset o manifiesten orgullo. Me inspiró que Gedlinske usa traje y corbata, con lo que reconoce de manera sistemática su identidad en lugar de mentir por omisión, como he hecho yo. A menudo me ha parecido más fácil mantener mi historia en el estante más alto en lugar de tener que dar explicaciones sobre mí todo el tiempo.
Quise casarme con pantalones vaqueros y una blusa india holgada de color blanco, como una de mis heroínas, Gloria Steinem. Cuando se lo conté a mi madre, lloró con el mismo desconcierto que cuando salí del clóset a los 19 años y me declaré homosexual. Un traje de pantalón y saco color morado podría haber sido punto medio divertido. En cambio, hice caso a mi madre y me casé con un sencillo vestido blanco, corto y sin adornos.
Cuando el ministro dijo: “El matrimonio episcopal es entre un hombre y una mujer”, quise golpearlo en la cabeza con mi ramo. Todavía puedo ver el dolor en los ojos de uno de mis amigos queer al oír esas palabras. ¿Por qué no le pedí al ministro que revisara el guion? ¿Por qué me acobardé?
Ya no me acobardo. Intento reescribir los guiones todo el tiempo. Reuní a un grupo de mis estudiantes —todas mujeres de color, algunas también queer— para que me ayudaran a desmantelar todo lo ofensivo del sistema decimal Dewey. Rehicimos gran parte de la biblioteca. Cuando le pregunté a una alumna dónde debían ir los libros queer, sus palabras me hicieron llorar: “Quiero que los libros queer estén en todas partes. Porque el amor está en todas partes”.
La biblioteca de mi escuela contiene ahora 20.000 volúmenes. Al igual que mi relación con Stefan, está en constante cambio, siempre se está recatalogando. Convertirnos en padres ha sido nuestra reclasificación más hermosa de todas. Nuestras hijas, que ahora tienen 8 y 2 años, nos han demostrado lo ilimitado del amor.
En la actualidad, nuestro matrimonio tiene la misma capacidad que una biblioteca, incluye todo lo que hay bajo el sol. Contiene bromas internas, acostados uno al lado del otro, riendo en la oscuridad. Contiene embarazos que no se lograron, el párkinson y la demencia de mi suegro. Contiene el hospital de cuidados paliativos. Contiene las risas contagiosas de nuestra hija pequeña. Incluso contiene mi condición de queer, una chispa de arcoíris espolvoreada sobre los desbordantes estantes de nuestra vida en común.
Fuente: The New York Times (Por: Jess deCourcy Hinds)
Jess deCourcy Hinds está terminando una novela sobre grafiteros bisexuales y con fluidez sexual en Nueva York después del 11-S.
Comentarios
Publicar un comentario