Ludópatas, drogodependientes, enfermos, refugiados o personas sin hogar se abren a otros ciudadanos para romper estereotipos desde una biblioteca.
«¡Boh!» Eso fue lo que dijo Isabel Troya al leer el tema del 'libro' que le había tocado en la biblioteca. «Sin estudios», rezaba el ticket. Pero claro, luego siguió leyendo la sinopsis hasta el final y «¡hombre…!». Ya empezaba a hacerse a la idea de que no iba a ser «uno de esos alumnos pelmas que no quieren hacer nada», los de la «universidad de la vida» que tan nerviosa la ponen.
Isabel, profesora jubilada, quedó a finales de noviembre con su amiga Teresa Latorre para ir a la biblioteca en Zaragoza. Se dieron prisa y llegaron casi las primeras. Llegaron incluso antes que sus libros, que entraron después, andando.
Andando, sí. Tras la gran puerta forjada de la biblioteca Ricardo Magdalena de la capital aragonesa fueron apareciendo algunos de los títulos. 'La nostalgia de una vida feliz ya perdida', 'Soy gitano y soy policía', 'Ganar la vida'... Al borde de las 10 de la mañana el catálogo ya estaba completo y los lectores dispuestos en medio círculo alrededor de sus libros. «A mí me interesa abrirme, aprender, escuchar… Hablo mucho, pero necesito escuchar», aseguraba Teresa.
Las dos amigas se habían apuntado a la Biblioteca Humana (Human Library, en inglés), una iniciativa que nació en Dinamarca hace más de 20 años y que busca romper prejuicios y estereotipos a través del relato en primera persona de ciudadanos anónimos, los 'libros', a quienes otras personas 'leen', escuchan. Entre los primeros, ludópatas, drogodependientes, personas diagnosticadas de cáncer, trasplantadas, sin hogar, sin estudios, ancianos, discapacitados, inmigrantes… Personas que a menudo encasillamos, como si una faceta, una idea o un juicio en un segundo pudiesen definir toda una vida.
«Leyendo la explicación lo asocio con alguien inmigrante y con otra clase de problemas y, sin embargo, pone que el tema es la ludopatía…», reflexionaba Teresa al leer su ticket, cuya sinopsis adelantaba que su 'libro' provenía de Gambia. «Y, entonces, ahí estoy yo diciendo: 'Y encima le pasa esto… Pues pobre hombre'». Y añade al segundo: «O pobre mujer».
La clave de la iniciativa es no juzgar un libro por su portada, pero ¿cómo se abre una persona de esa manera?, ¿cómo afronta las miradas, los prejuicios? «Yo creo que contarles esto puede contribuir a la tolerancia y el entendimiento entre personas, que somos seres humanos y que podemos convivir». Habla Abdul Naser, profesor universitario, traductor durante unos años de periodistas y militares españoles en Afganistán y refugiado desde el pasado mes de septiembre en Zaragoza.
En un primer vistazo
¿Tiene un acento diferente? Sí, pero nada en este hombre discreto, con parka oscura y jersey gris, hacía pensar en un primer vistazo que a final de agosto estaba con toda su familia en el aeropuerto de Kabul, a punto de dejar su hogar casi con lo puesto, sin saber si iba a volver, «mirando ese atentado, una tragedia» que se llevó por delante la vida de 170 personas que luchaban para subirse a un avión y escapar de los talibanes. Porque Naser es «un tío de clase media, con un intelecto que ya le gustaría a mucha gente y que ha vivido una situación que no nos gustaría a nadie», aseguraba el fotoperiodista Gervasio Sánchez, que participó como lector en la biblioteca y que ya había coincidido con él «cuando solo era un estudiante de español de 17 años en la Universidad de Kabul». Y ahí estaba aquel joven, con unos cuantos años más, a punto de condensar toda una vida, o parte de ella, en menos de una hora.
Con los lectores sentados en sus asientos, los libros comenzaron a abrirse. Todos dispuestos a contar su historia, la mayoría bajo el anonimato de un relato que tiene mucho más peso que un nombre y un apellido. Entre quienes escuchaban había jóvenes y no tan jóvenes. Las premisas estaban claras: libros y lectores tenían derecho a realizar cualquier pregunta, a no responder si no querían hacerlo, a terminar la conversación si uno lo deseaba. No podían llevarse el libro fuera del evento (lo que hubiera resultado más que curioso), ni tomar notas, ni faltar al respeto. Como si de un ejemplar de papel se tratara, la organización avisaba de que los «libros están en perfectas condiciones físicas y mentales y deben ser devueltos en las mismas en las que fueron reservados».
Porque el objetivo no es aceptar sin más una historia, una forma de ver la vida o un pensamiento, sino respetarla aun estando completamente en desacuerdo. Al final, se trata de hacer frente a «ese tipo de experiencias de las que habitualmente no hablamos, nos incomodan o nos desafían y las hacemos a un lado», aproximaba la escritora Irene Vallejo, Premio Nacional de Ensayo 2020 y que cambió su rol habitual para escuchar la historia de Nasser junto a otros lectores. Se mostró entonces convencida de que actos como la biblioteca humana son «muy necesarios en los momentos en los que vivimos», en los que «las redes, internet, nos rodean siempre de las ideas que son más cómodas, que se parecen o que confirman nuestras creencias y prejuicios y nos vamos encontrando cada vez más confirmados y rodeados de las personas que piensan como nosotros».
Curiosidad frente a la cámara de eco
«Me gustaría poder decir que no a la pregunta, pero lo cierto es que Human Library se creó para un desafío y este solo ha crecido desde que comenzamos», responde Ronni Abergel, uno de los creadores, al ser cuestionado por si es ahora más necesaria esta iniciativa, a pesar de estar en un momento en el que cada vez hay más posibilidades y vías de comunicación.
La biblioteca humana o 'Menneskebiblioteket', por su nombre en danés, nació en el año 2000 en Copenhague, en el marco del festival Roskilde. Explica Abergel, que entonces formaba parte de la ONG Stop the Violence, que siempre había sentido «curiosidad» por las personas que eran diferentes. Entonces, dice, «la situación en Dinamarca vio el comienzo de la 'cámara de eco' en la que vivimos ahora», la idea que aproximaba Vallejo unas líneas más arriba, un momento en el que los mismos sonidos, ideas, se repiten una y otra vez sin tiempo para escuchar disidencias.
«Tenía la impresión de que muchos daneses no llegaban más allá de sus propios círculos y no tenían acceso directo a otros grupos en la comunidad», asegura. Y ahora, dice, la situación no ha cambiado mucho. «Creo que estamos aún más aislados ahora que antes», lamenta. El crecimiento de la iniciativa, de hecho, ha sido hacia el exterior en los últimos años. The Human Library Organization, ya como una plataforma sin ánimo de lucro, ha llegado a cerca de 80 países.
Aprender a mirar diferente
En España ha habido diferentes iniciativas, pero el fenómeno se ha ampliado en los últimos años. En 2019, se celebró uno de estos eventos en la Biblioteca Insular de Gran Canaria en el que hubo cerca de 90 préstamos. En la cita de Zaragoza, organizada por el Ayuntamiento de la ciudad a través del Patronato de Educación y Bibliotecas y el Servicio de Educación, acudieron unos 20 libros y más de 300 lectores, que conversaron en diferentes grupos durante siete horas. La experiencia fue reveladora en muchos casos.
«¡Buah!». Eso fue lo que dijo Teresa al terminar la charla. «Ha sido enriquecedor del todo, un libro increíble, apasionante», comentaba. Él (al final fue un hombre) les contó su historia, «de soledad desde niño, de adaptación, sin madre, sin padre...». Una vida que era un viaje, pero no solo físico. El tema era la ludopatía, pero eso solo fue «el arco» para hablar de otras muchas cosas, añadía Eduardo, que coincidió por casualidad en el mismo grupo que su madre.
Isabel, la profesora a la que le había tocado un libro «sin estudios», resultó que escuchó a «un sastre muy enamorado de su profesión». Un señor de 77 años todavía en activo que comenzó a aprender el oficio a los 14 años en el taller de su maestro y que, efectivamente, no tenía estudios, pero nada tenía que ver con que no hubiese querido aprender. Al revés: «A mí la costura no me interesa porque no sé, no porque no me interese porque sí, pero era muy interesante el tipo de relación que tenía y cómo hablaba de su jefe». Diez, doce, catorce horas de «entrega absoluta». O detalles como que «les ataban los dedos en la posición de coger la aguja durante 10 días». Cosas que «quizá ves en las películas, pero es que ocurrían aquí».
Son detalles impensables en ese primer vistazo, en el juicio rápido, que no caben en la caja que es un estereotipo. Y es que, decía Teresa, «nunca he tenido demasiados prejuicios ni grandes reparos, pero conocer la historia personal, la mochila que cada uno tenemos, es enriquecedor». Al salir por la gran puerta forjada de la biblioteca Ricardo Magdalena, decía que había aprendido «a mirar de otra manera».
Milésimas de segundo para encasillar a alguien
Apenas un vistazo es necesario para encasillar a alguien en una primera impresión, incluso antes de hablar. «Cuando se hace una media sale en torno a 10 o 20 segundos, pero hay personas que son tan automáticas que tardan apenas milésimas de segundo», apunta Esther López, catedrática de Psicología Social en la Universidad de Jaén y presidenta de la Sociedad Científica Española de Psicología Social.
Explica López que «como seres humanos tenemos la tendencia a reducir el esfuerzo cognitivo que realizamos» y ello influye en que una vez que vemos a alguien por primera vez tendemos a evaluar rápidamente lo que vemos, el aspecto, y «categorizamos en grupos sociales» en base a ideas previas. De ese modo se generan «barreras sociales» tras las que las personas «vamos buscando aquello que confirme nuestra expectativa», como una profecía autocumplida.
Esa primera impresión, advierte, «tiene un efecto cognitivo muy potente, se fija», también porque en ocasiones se cumple. Por eso «la única manera en la que podemos reducir los estereotipos es viendo que esa primera impresión no siempre se cumple», por ejemplo produciendo un contacto intergrupal, en relación a la hipótesis de que el prejuicio y el conflicto se reduce siempre que se cumplan requisitos como la igualdad de estatus en el contacto, metas comunes, cooperación y apoyo. La biblioteca humana sería un ejemplo. En este sentido explica López que «la gente que tiene menos relaciones sociales encasilla mucho más».
Fuente: El Norte de Castilla
Texto: SARA I. BELLED
Fotografía: ARÁNZAZU NAVARRO
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