67 académicos rinden tributo al idioma en el libro ‘Al pie de la letra. Geografía fantástica del alfabeto español’, escribiendo sobre la letra del sillón que en su día les tocó ocupar.
Le preguntó un taxista a Manuel Seco cuando estaban llegando un jueves a la Academia: “Perdone, ¿es usted académico?”. “Sí”. El taxista también quiso saber qué sillón tenía. “A mayúscula”. “Ese debe ser el más importante, no?”. El académico cuenta en Al pie de la letra. Geografía fantástica del alfabeto español lo que le dijo al conductor. “No hay ningún sillón más importante que otro”. “Entonces, ¿por qué le dieron ese?”.
En el libro, que se publica esta semana editado por la Real Academia y la Fundación Lara con motivo del tercer centenario de la Docta Casa, Seco le explica a su ávido entrevistador ocasional la verdad del asunto: “Me tocó en suerte”. Todos los académicos, de la A la Z, incluidas sus minúsculas, “tienen el sillón que correspondía cubrir en el momento en que fueron elegidos". Y cuando eligieron a Seco, como este le explicó al curioso transportista, “se trataba de cubrir la vacante producida por la muerte del académico que últimamente había ocupado el sillón A mayúscula”. Ese académico era Vicente García de Diego, muerto en 1973 a los cien años. Y Seco parecía tener esa letra A predestinada, pues es el autor de famosos diccionarios que, naturalmente, empiezan por la A.
Les tocan en suerte las letras, pero ya viven en ellas, al menos cada jueves, cuando se sientan en los sillones académicos que reproducen el orden alfabético. Ahí, como dice Camilo José Cela, en la letra que tuvo, la Q, “léase cu”, es “donde cada jueves del curso asiento mi cu, tradúzcase culo”. Este libro es una idea muy suculenta que ya vio la luz en dos ocasiones anteriores (2001 y 2004) y que ahora regresa a las librerías con 12 incorporaciones de académicos que han ido viniendo a suceder, en sus sillones, a otros que han ingresado en la inmortalidad.
Entre estos nuevos académicos, le correspondió a José María Merino (que se sienta en la letra m) ser el coordinador de este edición. Él asocia su letra con palabras como madre y música, además de montaña, mito o muerte, mientras que su antecesor en el mismo sitio, Claudio Guillén, asoció su convivencia con la m minúscula a la palabra montaña, en la que los antiguos veían las moradas de los dioses…
El libro es un abecedario y un vericueto, se lee como se mira una vuelta ciclista. Fernando Lázaro, que jugaba con las palabras como nadie, para clavarles dardos, se ríe de la suya (la R mayúscula), que tanta grima da cuando la repites en palabras como grima. Porque también está en perro, el viejo Covarrubias (cita Lázaro) recuerda que se la había llamado canina, “por el estridor con que se pronuncia, como el perro cuando regaña”. Antonio Mingote asocia rebaño a su r minúscula. Pero también se siente cómodo con rosa, rotonda, rosbif, retruécano, ruiseñor, romboedro…, aunque comprende “que también crepúsculo, devaneo, grímpola, amor, estribillo, mineralogénesis y otras merecen la admiración, el cuidado y hasta el amor de quienes las apacientan”.
Al rebaño le gustó este juego de las palabras y los sillones, y su diversión la han trasladado a este libro que parece de aventuras. Dice Juan Luis Cebrián (que se sienta en la V) que la que le corresponde es “una letra mayestática, arrogante y poderosa incluso cuando se la emplea para vituperar lo que es vil o vulgar”. Y Antonio Muñoz Molina, que está en la u minúscula, apunta a la autobiografía: “Llamándome Muñoz y siendo de Úbeda trabé desde pequeño estrecho contacto con la letra u, especialmente en su forma minúscula, sin saber que muchos años después acabaría sentándome en ella cuando ingresara en la Academia”. Es como todas las letras, pequeñas o grandes, “y uno se acomoda en su concavidad de una manera muy satisfactoria”.
Para Cela, por ejemplo, la Q mayúscula propiciaba imágenes de bailarinas, pero la q minúscula lleva a Gregorio Salvador a esta memoria de la batalla de letras concomitantes: “Le dediqué mi discurso de ingreso en la Academia, tan minúscula ella, de uso tan limitado además, que se reparte el mismo fonema con la c, y ambas amenazadas por la k”. Y advierte, solidario con le letra de su sitio: “Tan inútil, según algunos, que no pocos arbitristas la quieren desterrar del alfabeto y sustituirla por esa otra letra extranjera (¡qué desgracia si tuviéramos que empezar a querer con k!); y tan incapaz de valerse por sí sola que necesita siempre de la u. Y tan poco arrogante que ni siquiera se incluye en su propio nombre: cu”. Volvemos, pues, al cu de Cela, pero en minúscula. A Emilio Lledó le gusta mucho la suya, es l de libertad, líquido, lástima, labio, luego, lírica, y de ahí hasta letra…
En la primera edición de esta obra escribió Víctor García de la Concha, director honorario de la RAE: “De la a la Z, he aquí una guía para recorrer la geografía fantástica del orden alfabético”. En esta de 2014 el actual director de la institución, José Manuel Blecua, dice: “Las letras pueden estar cargadas de valores simbólicos; la letra y, la denominada y pitagórica, representaba el proceso de elección que se nos plantea a lo largo de la vida humana”. Pues, caramba, esa y pitagórica se le ha hurtado a este abecedario académico, que acaba con la Z mayúscula de la que con tanto salero granadino escribió Francisco Ayala…
Entre los académicos de la nueva hornada, Carme Riera describe la letra de su residencia académica: “(…) la n, a pesar de pertenecer a dos mundos o quizá por eso mismo, es una letra de apariencia humilde, una letra que al contrario de la inmensa mayoría de sus hermanas, se sienta en la realidad del abecedario y pone los dos pies (n) en el suelo con una firmeza y una dignidad verdaderamente humanas que ya quisieran para sí muchas otras”. Su colega Soledad Puértolas le da a su g minúscula el honor de los versos y a cada una de estas palabras (lágrimas, alegría, agosto, vagamente, fugacidad, navegar, domingo, argucias, agotamiento, regocijo) les dedica con fervor unos versos que terminan con esta línea: “Nada digo”. En seguida, para acabar este recuento con el aliento humilde de lo mudo, la H mayúscula que eligió el recientemente fallecido Martín de Riquer. Él la defiende de los ataques y “las antipatías” que ha suscitado. Pero cómo olería el azahar, sugiere, si la casualidad lo hubiera convertido en azar. Y dónde se sentaría un académico si, como la letra, el suyo fuera también un sillón mudo.
Fuente: El País de España
Le preguntó un taxista a Manuel Seco cuando estaban llegando un jueves a la Academia: “Perdone, ¿es usted académico?”. “Sí”. El taxista también quiso saber qué sillón tenía. “A mayúscula”. “Ese debe ser el más importante, no?”. El académico cuenta en Al pie de la letra. Geografía fantástica del alfabeto español lo que le dijo al conductor. “No hay ningún sillón más importante que otro”. “Entonces, ¿por qué le dieron ese?”.
En el libro, que se publica esta semana editado por la Real Academia y la Fundación Lara con motivo del tercer centenario de la Docta Casa, Seco le explica a su ávido entrevistador ocasional la verdad del asunto: “Me tocó en suerte”. Todos los académicos, de la A la Z, incluidas sus minúsculas, “tienen el sillón que correspondía cubrir en el momento en que fueron elegidos". Y cuando eligieron a Seco, como este le explicó al curioso transportista, “se trataba de cubrir la vacante producida por la muerte del académico que últimamente había ocupado el sillón A mayúscula”. Ese académico era Vicente García de Diego, muerto en 1973 a los cien años. Y Seco parecía tener esa letra A predestinada, pues es el autor de famosos diccionarios que, naturalmente, empiezan por la A.
Les tocan en suerte las letras, pero ya viven en ellas, al menos cada jueves, cuando se sientan en los sillones académicos que reproducen el orden alfabético. Ahí, como dice Camilo José Cela, en la letra que tuvo, la Q, “léase cu”, es “donde cada jueves del curso asiento mi cu, tradúzcase culo”. Este libro es una idea muy suculenta que ya vio la luz en dos ocasiones anteriores (2001 y 2004) y que ahora regresa a las librerías con 12 incorporaciones de académicos que han ido viniendo a suceder, en sus sillones, a otros que han ingresado en la inmortalidad.
Entre estos nuevos académicos, le correspondió a José María Merino (que se sienta en la letra m) ser el coordinador de este edición. Él asocia su letra con palabras como madre y música, además de montaña, mito o muerte, mientras que su antecesor en el mismo sitio, Claudio Guillén, asoció su convivencia con la m minúscula a la palabra montaña, en la que los antiguos veían las moradas de los dioses…
El libro es un abecedario y un vericueto, se lee como se mira una vuelta ciclista. Fernando Lázaro, que jugaba con las palabras como nadie, para clavarles dardos, se ríe de la suya (la R mayúscula), que tanta grima da cuando la repites en palabras como grima. Porque también está en perro, el viejo Covarrubias (cita Lázaro) recuerda que se la había llamado canina, “por el estridor con que se pronuncia, como el perro cuando regaña”. Antonio Mingote asocia rebaño a su r minúscula. Pero también se siente cómodo con rosa, rotonda, rosbif, retruécano, ruiseñor, romboedro…, aunque comprende “que también crepúsculo, devaneo, grímpola, amor, estribillo, mineralogénesis y otras merecen la admiración, el cuidado y hasta el amor de quienes las apacientan”.
Al rebaño le gustó este juego de las palabras y los sillones, y su diversión la han trasladado a este libro que parece de aventuras. Dice Juan Luis Cebrián (que se sienta en la V) que la que le corresponde es “una letra mayestática, arrogante y poderosa incluso cuando se la emplea para vituperar lo que es vil o vulgar”. Y Antonio Muñoz Molina, que está en la u minúscula, apunta a la autobiografía: “Llamándome Muñoz y siendo de Úbeda trabé desde pequeño estrecho contacto con la letra u, especialmente en su forma minúscula, sin saber que muchos años después acabaría sentándome en ella cuando ingresara en la Academia”. Es como todas las letras, pequeñas o grandes, “y uno se acomoda en su concavidad de una manera muy satisfactoria”.
Para Cela, por ejemplo, la Q mayúscula propiciaba imágenes de bailarinas, pero la q minúscula lleva a Gregorio Salvador a esta memoria de la batalla de letras concomitantes: “Le dediqué mi discurso de ingreso en la Academia, tan minúscula ella, de uso tan limitado además, que se reparte el mismo fonema con la c, y ambas amenazadas por la k”. Y advierte, solidario con le letra de su sitio: “Tan inútil, según algunos, que no pocos arbitristas la quieren desterrar del alfabeto y sustituirla por esa otra letra extranjera (¡qué desgracia si tuviéramos que empezar a querer con k!); y tan incapaz de valerse por sí sola que necesita siempre de la u. Y tan poco arrogante que ni siquiera se incluye en su propio nombre: cu”. Volvemos, pues, al cu de Cela, pero en minúscula. A Emilio Lledó le gusta mucho la suya, es l de libertad, líquido, lástima, labio, luego, lírica, y de ahí hasta letra…
En la primera edición de esta obra escribió Víctor García de la Concha, director honorario de la RAE: “De la a la Z, he aquí una guía para recorrer la geografía fantástica del orden alfabético”. En esta de 2014 el actual director de la institución, José Manuel Blecua, dice: “Las letras pueden estar cargadas de valores simbólicos; la letra y, la denominada y pitagórica, representaba el proceso de elección que se nos plantea a lo largo de la vida humana”. Pues, caramba, esa y pitagórica se le ha hurtado a este abecedario académico, que acaba con la Z mayúscula de la que con tanto salero granadino escribió Francisco Ayala…
Entre los académicos de la nueva hornada, Carme Riera describe la letra de su residencia académica: “(…) la n, a pesar de pertenecer a dos mundos o quizá por eso mismo, es una letra de apariencia humilde, una letra que al contrario de la inmensa mayoría de sus hermanas, se sienta en la realidad del abecedario y pone los dos pies (n) en el suelo con una firmeza y una dignidad verdaderamente humanas que ya quisieran para sí muchas otras”. Su colega Soledad Puértolas le da a su g minúscula el honor de los versos y a cada una de estas palabras (lágrimas, alegría, agosto, vagamente, fugacidad, navegar, domingo, argucias, agotamiento, regocijo) les dedica con fervor unos versos que terminan con esta línea: “Nada digo”. En seguida, para acabar este recuento con el aliento humilde de lo mudo, la H mayúscula que eligió el recientemente fallecido Martín de Riquer. Él la defiende de los ataques y “las antipatías” que ha suscitado. Pero cómo olería el azahar, sugiere, si la casualidad lo hubiera convertido en azar. Y dónde se sentaría un académico si, como la letra, el suyo fuera también un sillón mudo.
Fuente: El País de España
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