Podemos decir que existen tantas lecturas como individuos lectores, y que además ese mismo individuo si hace una relectura años más tarde, termina asimilando la obra como una nueva experiencia, distinta de la primera.
Por: Guillermo C. Elías (*)
Maestro Bibliotecario
(Al Eminente Bibliotecario y Escritor, José Edmundo Clemente, Ex Director de la Biblioteca Nacional, Fundador y Director de la Escuela Nacional de Bibliotecarios y autor de la “Estética del Lector” obra que inspiró estos pensamientos)
Es el hombre, el resultado del agrupamiento de células distintas, un individuo único e irrepetible. Desde el principio de los tiempos los hombres hemos sido únicos e irrepetibles y lo seguiremos siendo hasta que perezca el último ser de nuestro linaje.
Nuestro cuerpo situado en tiempo y espacio por el destino o el azar del determinismo, está también anclado a los sentidos. La vista, el tacto, el oído, el gusto, el olfato son nuestros canales de contacto con lo que nos rodea. Ellos nos permiten leer continuamente, y trabajan sin descanso desde el vientre materno y aún en nuestros sueños. Es decir que el hombre lee siempre, desde que maduran sus sentidos, hasta incluso el último segundo de vida. Podemos añadir que somos lo que leemos, vemos, oímos, y hasta comemos, Somos el resultado de cada una de nuestras experiencias.
En este instante en que me hallo sentado en la biblioteca, siento un poco de frío, sé que es de mañana, que aún duermen en casa, pero un ligero aroma a café me indica que alguien en la cocina lo prepara. Es buena hora para una taza, me gustaría caliente y con dos cucharadas… Pero si estoy leyendo con los sentidos, son estas lecturas tal vez, los tipos que compartimos en mayor o menor grado con el resto de los seres vivos y que posibilitan la vida.
El hombre y su capacidad de pensamiento, hace más efectivas estas herramientas de lectura.
Si pensamos al hombre como individuo, podremos imaginarlo rodeado de soledad, intentando comunicarse con los demás por medios imperfectos. No en vano se pensó a la Bibliopsicología como la “Ciencia de la Soledad”.
La palabra es en efecto un código inventado con el objeto de entendernos mejor, nada transmite por sí misma. Es un medio de excitación de conceptos y experiencias, adquiridas previamente por el sujeto lector. La palabra escrita, agrega un hálito de inmortalidad y trascendencia, pero es tan imperfecta como la anterior y conserva la imposibilidad de transmitir ideas.
Entiéndase a la palabra “transmitir” como trasladar o transferir una idea de un sujeto A a un sujeto B, sin la menor pérdida de información y sin que se le haya agregado algún nuevo concepto.
Es justamente esta imperfección la que la hace perfecta, la que permite a los humanos reelaborar el pensamiento y re-crearlo continuamente.
Cada agrupación de consonantes y vocales que conforman una palabra, es de por sí un hecho estético, una obra de arte creada por aquel que nombró por vez primera al objeto y lo hizo existir fuera de su materialidad. Dijo Dios: “Haya Luz, y hubo luz.”
La presencia de consonantes que pueden resultar al oído humano ásperas, duras, vibrantes, o suaves, y las vocales sean abiertas o cerradas, harán de cada palabra una experiencia estética diferente.
Si lo consideramos así, cada oración, cada párrafo, cada libro lo es también. Las palabras son lo que al pintor es la paleta con su infinita gama de colores.
Los sinónimos lo confirman, siendo éstos palabras distintas de significado parecido.
Difiero aquí con la definición del Diccionario de la Real Academia 22a ed. Que permite interpretar a los sinónimos como equivalentes. Sinónimo: Dicho de un vocablo o de una expresión: que tiene una misma o muy parecida significación que otro.
Seguramente los sinónimos de Síncope: Vahído, colapso, mareo; no tienen el mismo peso, y cada una de estas palabras remite al lector a experiencias distintas.
El equivalente de una palabra, es únicamente la misma palabra.
¿Qué ocurre entonces con las traducciones?
Dice el Martín Fierro en sus dos primeros versos: Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela, y es su traducción al italiano una nota hasta si se quiere algo risueña Incomicio qui a cantare / pizzicando la mandola. No es lo mismo ir al compás que ir (pizzicando) pellizcando, tampoco la traducción del instrumento es acertada, que de guitarra criolla pasa a ser una mandola o mandolín.
Esta cuestión era la que preocupaba a la Iglesia Católica cuando sostenía que sólo los sacerdotes tenían el derecho a interpretar las Sagradas Escrituras para dárselas a conocer al pueblo.
La mera existencia de los Diccionarios Etimológicos demuestra, que las palabras envejecen, cambian su significado. Pero también el libro materialmente envejece, experimenta lo mismo que nosotros el proceso de oxidación al que nos expone la atmósfera. Pensemos en El Quijote o en El Martín Fierro. La idea escrita en sus páginas, a medida que pasan los años se descontextualiza, se distancia cada vez más, del mundo en que se gestó, de su época, sus modas, y hasta de los lectores que compartieron ese tiempo y espacio en el que vio su luz primera. El lector moderno lo leerá, desde la distancia impuesta por el tiempo, primero desde su mundo de experiencias personales, luego desde una sociedad distinta y finalmente desde intereses modas y gustos distintos. Para lograr una mejor comprensión del texto deberá consultar otra bibliografía que le recree el espacio histórico, socio cultural y político en el que nació la obra. Podemos decir que existen tantas lecturas como individuos lectores, y que además ese mismo individuo si hace una relectura años más tarde, termina asimilando la obra como una nueva experiencia, distinta de la primera. Todo está en constante cambio: Lengua, Libro y Lector.
¿Qué hay entonces en los estantes de nuestras bibliotecas? Signos, que los hombres van dejando en su camino por la vida, marcas que nos recuerdan su existencia, una especie de esperanza de extensión de su experiencia en el espacio y el tiempo.
¿Qué ha sido de todo lo escrito por el hombre desde la invención de la escritura? De la antigüedad griega, sólo ha llegado a nuestros días un cinco por ciento. Los copistas que transcribían afanosamente los textos, ejercieron, sin pensarlo, una selección de los libros que deberían subsistir, librando a los no elegidos al deterioro de su mutable materialidad. De hecho hay en nuestras bibliotecas ejemplares que jamás han sido consultados, pliegos que aún no ha abierto la guillotina. Estos permanecen como en un eterno letargo, una espera que pudiera durar siglos… Podríamos aplicar a este fenómeno la “Teoría de la Selección Natural”; “la supervivencia del más apto”, sólo aquellos libros que logran captar la sensibilidad de los lectores por su temática y su estética o porque tienen algo interesante para decir, estarán destinados a perdurar. Lo que permanece es lo que las sucesivas generaciones consideran valioso, los otros quedarán en manos del tiempo. La Historia nos brinda un sinnúmero de ejemplos en los que se destruyeron libros. Pensemos que estas destrucciones tienen por objetivo la eliminación o aniquilación del otro, privándolo de la promesa de inmortalidad.
Alguien, me refirió una historia, sobre el incendio de la Biblioteca de Alejandría en la que se describía la intención de eliminar un texto que supuestamente se guardaba en sus colecciones, y que explicaba la forma de obtener oro por un proceso alquímico. Si alguien tenía en su poder la forma de obtener oro, ese sería el ejército vencedor. Ante la duda, se decidió el incendio de la suma del pensamiento antiguo.
Por otro lado, las prohibiciones de libros o censura, también se repitieron incesantemente a lo largo de la historia, pero es el tiempo el más justo y eficaz censor de libros, él dirá qué sobrevive en la memoria de los hombres y qué estará destinado a la anónima y lapidaria hoguera del olvido.
“Verba Volant Scripta Manent” reza un adagio popular, “Las Palabras se las lleva el viento”. Y el más justo y eficaz de todos los vientos es el tiempo. Tiempo, destino y azar se confabulan en un veredicto final e irrevocable.
Intensa es la necesidad humana por la inmortalidad. El libro nos brinda una posibilidad terrena de permanencia y hacia allí se inclinan hordas de escritores intentando un pequeño lugar en el ya saturado Parnaso que cada vez se estrecha más, hasta hacerlo inaccesible.
Para qué ser inmortales, si ni siquiera hemos probado ser buenos mortales.
(*) Guillermo Elías
Es profesor en Enseñanza Primaria, Bibliotecario Nacional y Locutor Nacional de Radio y TV. Actualmente se desempeña como Maestro Bibliotecario del Colegio Champagnat y de la Escuela Nº 1 DE 1º “Juan José Castelli” y es profesor de las Cátedras de “Psicología, Estética y Formación del Lector” e “Historia del Libro y de las Bibliotecas” en la Escuela Nacional de Bibliotecarios de la Biblioteca Nacional y de “Psicología del Lector” en el IFTS Instituto de Formación Técnica (Bibliotecología) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
Cita bibliográfica:
ELIAS, Guillermo C. "Fenomenología de la lectura". Revista CONSUDEC. Consejo Superior de Educación Católica. Año: XLV, noviembre de 2009, núm. 1085.
Por: Guillermo C. Elías (*)
Maestro Bibliotecario
(Al Eminente Bibliotecario y Escritor, José Edmundo Clemente, Ex Director de la Biblioteca Nacional, Fundador y Director de la Escuela Nacional de Bibliotecarios y autor de la “Estética del Lector” obra que inspiró estos pensamientos)
Es el hombre, el resultado del agrupamiento de células distintas, un individuo único e irrepetible. Desde el principio de los tiempos los hombres hemos sido únicos e irrepetibles y lo seguiremos siendo hasta que perezca el último ser de nuestro linaje.
Nuestro cuerpo situado en tiempo y espacio por el destino o el azar del determinismo, está también anclado a los sentidos. La vista, el tacto, el oído, el gusto, el olfato son nuestros canales de contacto con lo que nos rodea. Ellos nos permiten leer continuamente, y trabajan sin descanso desde el vientre materno y aún en nuestros sueños. Es decir que el hombre lee siempre, desde que maduran sus sentidos, hasta incluso el último segundo de vida. Podemos añadir que somos lo que leemos, vemos, oímos, y hasta comemos, Somos el resultado de cada una de nuestras experiencias.
En este instante en que me hallo sentado en la biblioteca, siento un poco de frío, sé que es de mañana, que aún duermen en casa, pero un ligero aroma a café me indica que alguien en la cocina lo prepara. Es buena hora para una taza, me gustaría caliente y con dos cucharadas… Pero si estoy leyendo con los sentidos, son estas lecturas tal vez, los tipos que compartimos en mayor o menor grado con el resto de los seres vivos y que posibilitan la vida.
El hombre y su capacidad de pensamiento, hace más efectivas estas herramientas de lectura.
Si pensamos al hombre como individuo, podremos imaginarlo rodeado de soledad, intentando comunicarse con los demás por medios imperfectos. No en vano se pensó a la Bibliopsicología como la “Ciencia de la Soledad”.
La palabra es en efecto un código inventado con el objeto de entendernos mejor, nada transmite por sí misma. Es un medio de excitación de conceptos y experiencias, adquiridas previamente por el sujeto lector. La palabra escrita, agrega un hálito de inmortalidad y trascendencia, pero es tan imperfecta como la anterior y conserva la imposibilidad de transmitir ideas.
Entiéndase a la palabra “transmitir” como trasladar o transferir una idea de un sujeto A a un sujeto B, sin la menor pérdida de información y sin que se le haya agregado algún nuevo concepto.
Es justamente esta imperfección la que la hace perfecta, la que permite a los humanos reelaborar el pensamiento y re-crearlo continuamente.
Cada agrupación de consonantes y vocales que conforman una palabra, es de por sí un hecho estético, una obra de arte creada por aquel que nombró por vez primera al objeto y lo hizo existir fuera de su materialidad. Dijo Dios: “Haya Luz, y hubo luz.”
La presencia de consonantes que pueden resultar al oído humano ásperas, duras, vibrantes, o suaves, y las vocales sean abiertas o cerradas, harán de cada palabra una experiencia estética diferente.
Si lo consideramos así, cada oración, cada párrafo, cada libro lo es también. Las palabras son lo que al pintor es la paleta con su infinita gama de colores.
Los sinónimos lo confirman, siendo éstos palabras distintas de significado parecido.
Difiero aquí con la definición del Diccionario de la Real Academia 22a ed. Que permite interpretar a los sinónimos como equivalentes. Sinónimo: Dicho de un vocablo o de una expresión: que tiene una misma o muy parecida significación que otro.
Seguramente los sinónimos de Síncope: Vahído, colapso, mareo; no tienen el mismo peso, y cada una de estas palabras remite al lector a experiencias distintas.
El equivalente de una palabra, es únicamente la misma palabra.
¿Qué ocurre entonces con las traducciones?
Dice el Martín Fierro en sus dos primeros versos: Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela, y es su traducción al italiano una nota hasta si se quiere algo risueña Incomicio qui a cantare / pizzicando la mandola. No es lo mismo ir al compás que ir (pizzicando) pellizcando, tampoco la traducción del instrumento es acertada, que de guitarra criolla pasa a ser una mandola o mandolín.
Esta cuestión era la que preocupaba a la Iglesia Católica cuando sostenía que sólo los sacerdotes tenían el derecho a interpretar las Sagradas Escrituras para dárselas a conocer al pueblo.
La mera existencia de los Diccionarios Etimológicos demuestra, que las palabras envejecen, cambian su significado. Pero también el libro materialmente envejece, experimenta lo mismo que nosotros el proceso de oxidación al que nos expone la atmósfera. Pensemos en El Quijote o en El Martín Fierro. La idea escrita en sus páginas, a medida que pasan los años se descontextualiza, se distancia cada vez más, del mundo en que se gestó, de su época, sus modas, y hasta de los lectores que compartieron ese tiempo y espacio en el que vio su luz primera. El lector moderno lo leerá, desde la distancia impuesta por el tiempo, primero desde su mundo de experiencias personales, luego desde una sociedad distinta y finalmente desde intereses modas y gustos distintos. Para lograr una mejor comprensión del texto deberá consultar otra bibliografía que le recree el espacio histórico, socio cultural y político en el que nació la obra. Podemos decir que existen tantas lecturas como individuos lectores, y que además ese mismo individuo si hace una relectura años más tarde, termina asimilando la obra como una nueva experiencia, distinta de la primera. Todo está en constante cambio: Lengua, Libro y Lector.
¿Qué hay entonces en los estantes de nuestras bibliotecas? Signos, que los hombres van dejando en su camino por la vida, marcas que nos recuerdan su existencia, una especie de esperanza de extensión de su experiencia en el espacio y el tiempo.
¿Qué ha sido de todo lo escrito por el hombre desde la invención de la escritura? De la antigüedad griega, sólo ha llegado a nuestros días un cinco por ciento. Los copistas que transcribían afanosamente los textos, ejercieron, sin pensarlo, una selección de los libros que deberían subsistir, librando a los no elegidos al deterioro de su mutable materialidad. De hecho hay en nuestras bibliotecas ejemplares que jamás han sido consultados, pliegos que aún no ha abierto la guillotina. Estos permanecen como en un eterno letargo, una espera que pudiera durar siglos… Podríamos aplicar a este fenómeno la “Teoría de la Selección Natural”; “la supervivencia del más apto”, sólo aquellos libros que logran captar la sensibilidad de los lectores por su temática y su estética o porque tienen algo interesante para decir, estarán destinados a perdurar. Lo que permanece es lo que las sucesivas generaciones consideran valioso, los otros quedarán en manos del tiempo. La Historia nos brinda un sinnúmero de ejemplos en los que se destruyeron libros. Pensemos que estas destrucciones tienen por objetivo la eliminación o aniquilación del otro, privándolo de la promesa de inmortalidad.
Alguien, me refirió una historia, sobre el incendio de la Biblioteca de Alejandría en la que se describía la intención de eliminar un texto que supuestamente se guardaba en sus colecciones, y que explicaba la forma de obtener oro por un proceso alquímico. Si alguien tenía en su poder la forma de obtener oro, ese sería el ejército vencedor. Ante la duda, se decidió el incendio de la suma del pensamiento antiguo.
Por otro lado, las prohibiciones de libros o censura, también se repitieron incesantemente a lo largo de la historia, pero es el tiempo el más justo y eficaz censor de libros, él dirá qué sobrevive en la memoria de los hombres y qué estará destinado a la anónima y lapidaria hoguera del olvido.
“Verba Volant Scripta Manent” reza un adagio popular, “Las Palabras se las lleva el viento”. Y el más justo y eficaz de todos los vientos es el tiempo. Tiempo, destino y azar se confabulan en un veredicto final e irrevocable.
Intensa es la necesidad humana por la inmortalidad. El libro nos brinda una posibilidad terrena de permanencia y hacia allí se inclinan hordas de escritores intentando un pequeño lugar en el ya saturado Parnaso que cada vez se estrecha más, hasta hacerlo inaccesible.
Para qué ser inmortales, si ni siquiera hemos probado ser buenos mortales.
(*) Guillermo Elías
Es profesor en Enseñanza Primaria, Bibliotecario Nacional y Locutor Nacional de Radio y TV. Actualmente se desempeña como Maestro Bibliotecario del Colegio Champagnat y de la Escuela Nº 1 DE 1º “Juan José Castelli” y es profesor de las Cátedras de “Psicología, Estética y Formación del Lector” e “Historia del Libro y de las Bibliotecas” en la Escuela Nacional de Bibliotecarios de la Biblioteca Nacional y de “Psicología del Lector” en el IFTS Instituto de Formación Técnica (Bibliotecología) del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
Cita bibliográfica:
ELIAS, Guillermo C. "Fenomenología de la lectura". Revista CONSUDEC. Consejo Superior de Educación Católica. Año: XLV, noviembre de 2009, núm. 1085.
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