Rosario: Historias y secretos de la Biblioteca Argentina

Frente a la plaza Pringles está uno de los espacios más significativos de Rosario. Fundada en el lejano 1912, entre sus paredes duermen miles de libros. En su interior muchos encuentran refugio, conocimiento, belleza y consuelo. Testimonios de quienes la habitan de manera cotidiana.



"Quisiera leer tres: La montaña mágica, de Thomas Mann; El paladín, de Brian Garfield, o Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams. Algún libro de Hugo Wast, de Pearl S. Buck, de Horacio Quiroga, novela o cuentos. También puede ser Mi querido enemigo, de Jean Webster. Si no están, algún otro contemporáneo de amor y suspenso. De terror no, porque me dan miedo. ¿Cómo puede haber mentes así? Gracias, amiga. Entregar a la señora Ana, que me telefoneó, y esperar. Anote al dorso los datos que necesito y traerla. Soy la socia N° 53.331. Emilia".

Ana Acerecho repasa con ternura estas cartas que le llegaron durante dos años de parte de Emilia, una mujer que ya había superado las ocho décadas de vida. La relación entre ambas se alimentó con recomendaciones, páginas que iban y venían repletas de besos y buenos deseos, de novelas, cuentos y ensayos. Ana se dedicaba amorosamente a buscar los libros, llenar las fichas y entregarlos para que llegaran a las manos de la anciana, que los devoraba acurrucada en su sillón de un geriátrico de la zona sur. Un respiro a sus problemas de hipertensión y una caricia a las largas horas de la tarde. "Necesito leer porque aumentó mi dificultad para caminar", confesó una vez.

Ana guardó prolijamente esas cartas durante largo tiempo. Es un recuerdo que atesora. Hace más de catorce años que trabaja en la sección de Referencias de la Biblioteca Argentina. Pasó por muchas otras bibliotecas antes, incluida la emblemática Vigil, en el barrio de Tablada. Su función principal es orientar al lector en la búsqueda de bibliografía y guiar las visitas al edificio. Sentada en su puesto, mientras reconstruye el lomo de un libro ajado por los años, asegura que "hay que conocer muy bien todos los temas para poder orientar correctamente" y recuerda un caso curioso: "Una vez vinieron con la lámina de un cuadro de una virgen. Querían saber dónde estaba esa virgen. El dato era muy efímero. Tratando de ubicar a qué período pictórico pertenecía, busqué varias obras de referencias hasta poder llegar a saber que la virgen estaba en un pueblo de España". No hay desafío al que se resista. Con su contextura pequeña y movimientos rápidos, va hasta su casillero y busca entre sus anotaciones una frase de Jorge Luis Borges que siempre lee a los visitantes de la biblioteca: "De los diversos instrumentos del hombre el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. Pero el libro es otra cosa, el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación". Levanta la vista y dice: "¿Qué interesante, no?".

Ana es una enamorada de la biblioteca. Disfruta de su trabajo y no duda en compartir lo mucho que conoce de ese espacio que encierra saberes universales. En su apasionado relato asegura que Juan Álvarez, el fundador, quería que el conocimiento llegara a todas las clases sociales, que el primer bibliotecario fue Alfredo Lovell —quien también fue el que tipeó con su máquina de escribir todas las fichas que están en el antiguo archivero—, y que el libro más viejo de todos los que hay allí es una compilación de las obras del gran poeta romano Virgilio, de 1556. Le siguen una Biblia y un diccionario. Ana recuerda también que hay un libro que se llama Libro de dichos maravillosos, y otro, Libro de la vida. Todos están en un mueble de madera oscuro que en su tope tiene la inscripción "No te quejes". No se sabe cómo llegó a la biblioteca ni el porqué de esa frase. Algunos rumorean que uno de los directores lo tenía a sus espaldas en su oficina y cada vez que un empleado iba a plantear algún tipo de petición o reclamo, él se limitaba a señalar hacia arriba.

Para Ana, recorrer el edificio es como mirar la palma de su mano. Tiene todos los detalles presentes. También conoce bien a muchos de los lectores que son asiduos visitantes. Mientras atraviesa la puerta con la leyenda "conocer es amar, ignorar es odiar", uno de los ingresos a la sala de lectura, saluda a Marcelo y Nady. Están sentados a la derecha. Él es abogado y ella farmacéutica. Él es de Brasilia y ella de San Pablo. Allí se conocieron hace diecisiete años y nació el romance. El sueño de ser médicos los trajo hasta Rosario y hasta la educación universitaria pública. Cada día pasan varias horas en la biblioteca estudiando, después cumplen con el cursado en la Facultad de Medicina y el resto del tiempo se lo dedican a su pequeña hija. "Venimos todos los días desde principios de 2014. Sin este espacio no sería posible acompañar nuestros estudios por los costos. Para nosotros es una tercera casa. Tenemos nuestro hogar, la facultad y la biblioteca", asegura Marcelo. Y claro, el acceso gratuito a los libros es un aspecto invalorable para muchos de los que están por acá. Es una posibilidad de abrir puertas y acceder a bibliografía necesaria para crecer y avanzar profesionalmente.

La biblioteca se inauguró con un total exacto de 9.423 libros. La ilusión de Juan Álvarez al fundarla fue que se transformara en un espacio público y social abierto a todos. Por eso dedicó gran parte de su tiempo a viajar por el mundo —su situación acomodada se lo permitía—, con el objetivo de conseguir libros y objetos que con el tiempo llevaron a que se la declarara patrimonio histórico. La sala de lectura mantiene intactos muchos detalles que Álvarez colocó allí desde el principio: las sillas de esterilla, los pupitres, las columnas y los estantes. Hasta parece que el propio Lovell siguiera allí, en su escritorio, levantando el puntero, y que entre los libros caminaran hombres y mujeres con sus bastones y sombreros esperando que se sirva el té o mate cocido de la tarde. Es como si los miembros del Círculo de la Biblioteca estuvieran aún reunidos programando las próximas actividades. Pero los años pasaron, y también pasaron por esta sala de acústica perfecta grandes personalidades: Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, el gran pianista polaco Artur Rubinstein, José Ortega y Gasset, Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni, el guitarrista Andrés Segovia, José Ingenieros, entre otros.

El silencio de la sala se rompe con una voz que llega desde afuera. "Mírcoli, Mírcoli", llama. Luis va de acá para allá llevando y trayendo, abriendo y cerrando. Es que Luis Mírcoli lleva más de treinta y seis años como mayordomo de la biblioteca. Es el hombre que tiene las llaves de todas las puertas del legendario edificio. Él sabe qué esconde cada rincón. Conoce todos los secretos que le susurran los libros cuando el día cae y el silencio inunda cada metro cuadrado. Es albañil, pero con el tiempo la biblioteca se transformó en su debilidad. "A pesar de que es mi trabajo, cuando no vengo lo extraño, si salgo de vacaciones a los quince días ya quiero volver. Son muchos años. Este trabajo para mí es una distracción. Siempre soy el primero en llegar, y los días que trabajo de tarde, el último en irme", explica.

Se puede decir que los cimientos de la biblioteca son los libros, ya sea de manera metafórica o literal. Es que desde la vereda por Presidente Roca hasta la puerta de entrada, se encuentran los subsuelos repletos de volúmenes. Hacia la calle está el depósito de los más viejos, y hacia el centro de manzana, el de los más nuevos. Allí estuvo durante mucho tiempo el taller en el que Mírcoli pasaba largas horas trabajando. Según el mayordomo, lo que se puede encontrar en y entre esos estantes a veces es difícil de imaginar. Allí, donde la luz natural nunca se escurre, los libros con historias de fantasmas se confunden con los fantasmas que forjaron la historia del lugar. Y Luis conoce a cada uno de esos fantasmas. Como en todo edificio centenario, vagan a la noche y al amanecer. Mírcoli aprendió con el tiempo a no espantarse cada vez que se cruzan en su camino o lo miran desde lejos.

Ana sigue en la sala de lectura y ahora se acerca a David para comentarle que ya tiene listo el libro que le pidió. El muchacho está desde hace un rato sentado a la derecha del escenario. Tiene listo el mate y su cuaderno para recopilar los apuntes que completarán la tarea de ese día. Más tarde se irá derecho a la escuela en la que está cursando el secundario por las noches. No es socio de la biblioteca pero todos los días llega, con devoción, para estudiar y completar los deberes que le asignaron sus profesores. Lee y relee. Anota. Vuelve a leer. "Ahora estoy con Lengua y Literatura, y después sigo con Matemáticas. Este es mi primer año como estudiante pero antes venía a leer novelas o libros de filosofía", comenta. Así pudo analizar las ideas de Platón y Spinoza, nada menos. Aunque por estos días sus horas de lectura se las lleva el gran novelista inglés Charles Dickens, con ese clásico llamado Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit. "Leer para mí es un hobby más, te ayuda en muchas cosas, siempre sirve. Yo le dedico varias horas por día", dice, y a eso le agrega las veinte horas semanales de estudio en la biblioteca.

Podría decirse que en cuerpo —edificio— y alma —libros— la biblioteca sirvió a muchos para crecer y realizarse. A David le va a permitir terminar el secundario y a Marcelo y Nady los ayudará a ser médicos. Este espíritu generoso nació el día que se instaló el primer estante. El artista plástico y poeta Rubén Echagüe, quien durante un cuarto de siglo coordinó actividades culturales en la biblioteca, reconoce que sus paredes y espacios cobijaron en sus comienzos a muchos creadores que hoy gozan de prestigio internacional. "Hacia 1913, cuando aún era un adolescente, a Erminio Blotta —el escultor que hizo el busto de Álvarez que está en el ingreso por el pasaje—, uno de los directores, Camilo Muniagurria, le permitió usar como atelier un sótano de la biblioteca", cuenta. Cuando se celebró el vigésimo quinto aniversario de la biblioteca, en 1937, se realizó una muestra del gran Manuel Musto compuesta de treinta y un cuadros.

Echagüe también recuerda que el patrimonio de la biblioteca tuvo en su haber objetos y antigüedades que siguieron su camino, nadie sabe hacia dónde. Hizo sobre este tema una muestra que llamó "Objetos históricos de la biblioteca": "Una esfinge monumental provista de ruedas para poder trasladarla, reproducciones de armas prehistóricas, un autógrafo de Richard Wagner, un tubo con cenizas de una erupción del Vesubio, un ladrillo de la Pirámide de Mayo...", enumera apasionadamente Echagüe. De todo eso queda, todavía, una copia facsimilar de la Piedra Rosetta y una réplica de un busto de Bruto esculpido por Miguel Ángel en Roma hacia 1540.

Llega la hora en que todos se preparan para irse, pero Rafael todavía sigue concentrado en la lectura. Eligió el pupitre que está enfrente del sillón y el escritorio que perteneció a las recordadas Leticia y Olga Cosettini. Tiene 87 años. Su sobretodo, bastón y sombrero todavía están sobre la mesa. Tiene en sus manos un libro escrito por Juan Álvarez sobre las guerras civiles en Argentina. Rafael visita la sala de lectura varias veces por semana para instruirse sobre temas como historia, agricultura y tecnología. Hace investigaciones a pedido y su sistema es grabar lo que lee en un casete —porque ya no entiende su propia letra—, llegar a su casa y tipearlo en la computadora para después enviarlo por correo electrónico a quienes se lo encargaron. No tiene apuro, a pesar de que ya quedó solo en la sala. Ana no deja de pasar a saludarlo. Tienen una relación de camaradería. A ella le fascina su estilo señorial.

La referencista vuelve a su escritorio, guarda los materiales con los que estaba restaurando un libro y cuando toma las cartas, que habían quedado junto a las tijeras y el pegamento, regresa mentalmente a a aquel día en que llegó una de ellas y repasa, en una lectura rápida, todos los detalles que Emilia se esmeraba en contarle. Ese día, seguramente, la peluquera que era la intermediaria entre ambas tomó una vez más el 126 en la zona sudoeste, frente a una plazoleta. En las sesenta cuadras del recorrido del colectivo hasta el centro rosarino cruzó dos bulevares y tres avenidas. Se bajó por calle San Lorenzo y caminó hasta la biblioteca. Llevaba en su cartera la carta en que Emilia le narraba a Ana cómo eran sus días en el geriátrico y en la que le pedía le enviara lo que iba a ser la lectura de su próxima semana. Emilia nunca entró a la biblioteca, nunca vio las paredes revestidas de libros que tocan los ventanales de la sala de lectura. Jamás revisó el archivero ni conoció personalmente a Ana. Tampoco caminó por la cortada hasta la entrada principal del edificio para sorprenderse con la antigua fachada. Le hubiese encantado. Pero Emilia leyó tres libros por semana durante dos años. A medida que sus pies caminaban menos, sus ojos recorrían cada vez más páginas. Hizo que la literatura, los clásicos, novelas y cuentos, cruzaran media ciudad para apretarlos entre sus manos, recorrerlos hoja por hoja y embarcarlos de regreso hacia sus estantes. Quizás sea como el escritor y crítico argentino Noe Jitrik dijo una vez: "Leer es como caminar: a medida que se lee, como cuando uno camina, otras lecturas lo están esperando, otros mundos, otras voces".

La "hormiga inteligente"

Alfredo Lovell fue sin duda una de las personalidades más curiosas, dedicadas y entusiastas que pasaron por la biblioteca. Durante sus casi cuatro décadas de servicio se dedicó a detallar minuciosamente cada actividad, reforma, visita y hecho relevante que ocurriera en varios libros dactilografiados por él mismo, que hoy son especialmente preservados. Gracias a ellos se pudo reconstruir gran parte de la historia de este emblemático espacio de la ciudad.

Este hombre era muy admirado por Juan Álvarez, quien lo llamaba "la hormiga inteligente".

Tanto era así que cuando la biblioteca cumplió veinticinco años, su fundador le dedicó a Lovell un cálido y sentido discurso: "De todos nosotros, únicamente Alfredo Lovell, bibliotecario desde 1911 y actual secretario de la comisión directiva, tuvo la suerte de poder persistir hasta hoy en defensa de lo que con tanto amor habíamos querido crear los restantes; y es de justicia estricta reconocer que lo ha hecho con esa tenacidad incontrastable del hombre que se encariña con una idea, se identifica con ella y la escuda contra todos y contra todo".

Refugio del saber universal

La gran sala de lectura de la biblioteca fue construida donde antes estaba emplazada la caballeriza municipal del Patio del Mercado. Hasta allí llegaban a principios del siglo pasado las carretas con mercadería provenientes de localidades cercanas. Tiene forma octogonal, doce columnas y en un principio la iluminación era natural gracias a sus veinticuatro ventanas y seis claraboyas.

Las paredes de los tres pisos de galerías están cubiertas por unos doscientos mil libros que encierran todos los temas del saber universal. Quizás por eso tenga una acústica excepcional. O quizás se deba al piso de pinotea que tiene debajo una cámara de aire.

En esta sala se realizó el acto de inauguración de la biblioteca el 24 de julio de 1912 con discursos, conciertos y un gran banquete. Uno de esos discursos fue el de Joaquín V. González, el rector de la Universidad de La Plata, quien fue el que lanzó la frase que está estampada en una las puertas: "Conocer es amar, ignorar es odiar". También afirmó: "Una biblioteca es un laboratorio de observación, y un gabinete provisto de todos los instrumentos que la ciencia ha inventado para explorar lo desconocido...".

Fuente: La Capital de Rosario



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