La mujer del tiempo, de Ana María Bovo

La nueva novela de Ana María Bovo despliega, con delicadeza y ferocidad a la vez, una impactante historia de amor sufrido en la que también hay lugar para el humor, el erotismo y la nostalgia. Gentileza Editorial Planeta.

Título: La mujer del tiempo
Autora: Ana María Bovo
Editorial: Emecé Editores
Temática: Novela literaria
Páginas: 352
Formato: Rústica con solapas
Precio: $ 420


SINOPSIS:

¿Pueden unos pocos minutos en la vida de una niña atravesarla como una espada y dejarla detenida por años?

Elena Valverde y Valerio Piano se conocen en un baile en el pueblo santafecino de Santa Helena, bajo la mirada atenta de madres, tías y vecinas. Ella lleva un hermoso vestido nuevo y finas medias de seda, y toda la ilusión de su joven corazón. Él, un auténtico “churro”, al decir de la época, proviene de una ciudad vecina: Esperanza. Se gustan de inmediato y comienzan a mantener un noviazgo por carta mientras Valerio, marinero de profesión, está en alta mar o en tierras lejanas.

Al cabo de cuatro años llega el casamiento. La pareja se traslada a Esperanza, donde vivirán en casa de la madre de él. Pero algo no sale como debería. Elena, que tanto desea a su hombre, no puede entregarse a él. Un antiguo dolor sin nombre, una puntada más tirante que las de su máquina de coser, la paraliza. Por su parte Valerio, a quien asedia la culpa por una relación fugaz y prohibida, intenta como puede armarse de paciencia frente a esa mujer a la que ama aunque no comprende.

La mujer del tiempo es el relato dramático de esa difícil espera. La nueva novela de Ana María Bovo despliega, con delicadeza y ferocidad a la vez, una impactante historia de amor sufrido en la que también hay lugar para el humor, el erotismo y la nostalgia.

FRAGMENTO DEL PRIMER CAPÍTULO:

Cuando el tren aminoró su marcha para entrar en la estación de Retiro, la novia salió del camarote con las horquillas bien prendidas en el pelo, los labios pintados y su aliento, tal como lo había planeado, olía a menta. Pero llevaba encima la resaca de la descompostura. Al bajar, el aire fresco la despejó.

—Mirá —le dijo él—, se parece a las estaciones de las películas. Es un espectáculo.

Ella levantó los ojos para recorrer la bóveda de hierro y chapa de la gigantesca terminal de trenes. Le recordó las películas europeas de la guerra. Nunca había estado en una estación que tuviera techo. Le dio seguridad que él la tomara con fuerza del brazo para salir al cielo abierto de la mañana, a descubrir la ciudad, cruzar las calles, subir al tranvía.

No le alcanzaba la vista para abarcar el paisaje desconocido. Desde su asiento, sintió el esfuerzo del tranvía para subir la colina empinada que bordeaba la Plaza San Martín. Puras novedades por cada ventanilla, y ella azorada preguntándose —no se atrevió a hacerlo en voz alta— adónde iría toda esa gente. De a pie, en coches, en colectivos. ¿Adónde iban? Y las mujeres, tan a la moda. El pasillo del tranvía se parecía a la doble hoja central de la revista Vosotras: un modelo más lindo que el otro. Todas con sombrero y algunas con anteojos oscuros. 

Él le hablaba con naturalidad, como si no le guardara ningún rencor por lo sucedido en la frustrada noche de bodas. Y entonces, viéndolo contento, aunque ella no fuera aún, del todo, su esposa, sintió la libertad de estar a solas con él en una ciudad inmensa, donde nadie los conocía. Si él, por ejemplo, decidiera besarla en una esquina a la vista de todos, no resultaría un escándalo ni un chismorreo de punta a punta de la calle, pensó Elena. No un beso como los de las películas, porque eso sí que aun entre gente tan moderna resultaría llamativo, pero sí uno como los de Lolita Torres, suaves y fugaces, que casi no se veían, pero eran claramente una señal de amor, el comienzo de una vida nueva.

—El Obelisco. Mirá, Elena, el Obelisco.

—Ah…

Ella lo había visto en la foto de un almanaque y no se lo imaginaba tan alto. Ese era un buen lugar para un beso de película.

Bajaron en Avenida de Mayo.

—Se parece mucho a la Gran Vía, la avenida más famosa de Madrid. Mirá esos balcones…

—Ah, sí. Parecen claveles, pero deben ser malvones. A Elena se le escapó un bostezo que le ensanchó la boca y le cerró los ojos. A él le causó gracia y a ella, pudor.

—Pobrecita mía, ya vamos a conseguir hotel. Cruzaron una calle angosta. Él la retuvo del brazo porque así, de la nada, se les vino encima un colectivo.

—Esto no es Santa Helena. Hay que mirar bien a un lado y al otro antes de cruzar.

En la mitad de la cuadra siguiente él le pidió que cuidara las valijas y entró en un hotel a averiguar precios. Se quedó quieta esperándolo. Valía la pena porque había tanto para ver. La gente bajaba de autos modernos. Se dio cuenta de que las puertas, al cerrarse, encajaban sin rebotar, calzaban en su marco como si cerraran una caja fuerte. Autos negros y brillosos como en una cinta de Zully Moreno, algunos con chofer.

Se vio reflejada en una vidriera. A pesar de la noche amarga que había pasado, se encontró mejor de lo que creía. Pero se demoró en el cristal por el que desfilaban otras mujeres y fue cayendo en la cuenta de que ese espejo era ingrato cuando sumaba su imagen a las otras.

Su vestido tenía un corte impecable y era de una tela hermosa. En Santa Helena se destacaba, pero en pleno centro de Buenos Aires algo le faltaba para que ella pudiera verse como una muchacha de la Capital.

Valerio, entretanto, que salía de un edificio y entraba en otro, reapareció de pronto en la vereda y caminó a su encuentro para anunciarle, muy contento, que el precio del hotel era bueno, que se lo veía limpio y que era con pensión completa.

La entrada era muy señorial. El piso de mosaicos reproducía el dibujo de un colmenar, la baranda de la escalera era de bronce y el ascensor tenía una puerta enrejada y un aplique de vidrio tallado. Pero lo más importante es que olía bien.

El conserje, que era a su vez el dueño, tomó las valijas y abrió la puerta del ascensor. Elena retrocedió. No le gustaba nada la idea de encerrarse en esa jaula con piso de parqué. Valerio le pescó al vuelo este otro temor nuevo y la justificó:

—Ella se marea, así que vamos por la escalera.

Tercer piso a la calle. Balcón sobre la avenida. Malvones rojos. ¿Qué más se podía pedir?

—¿De dónde vendrá este perfume? —dijo Elena.

Él lo encontró. Entre las toallas de algodón había dos jaboncitos de marca La Toja. Elena los aspiró muy hondo y se amigó del todo con esa primera mañana de su luna de miel.

Cuando volvió al dormitorio, él ya estaba colgando su ropa en un ropero alto, poco profundo. Después se sentó en la cama para quitarse los zapatos y se escuchó el crujido del elástico. Se tiró vestido sobre el cubrecama y a ella le dio un respingo, porque no entendió si él proponía una mañana de bodas.

—Me tiro un ratito y después bajamos a tomar un vermú.

Qué alivio, qué alegría. Valerio golpeó el colchón dos veces con su palma y le dijo «vení, vení». No había excusas, porque el cubrecama de algodón era impecable. Entonces ella pegó un saltito para subir porque era una cama muy alta. Como el elástico estaba vencido y el colchón tenía un surco, sus cuerpos rodaron despacio y se juntaron en el medio. Él percibió otra vez que Elena se ponía tensa, aunque, a diferencia de la distancia que se había impuesto entre ellos en el camarote, ahora la tenía al lado, tan a mano que en un gesto de confianza se pegó suavemente a ella, la besó en el pelo y abrazó su cintura.

Suerte que es muy dulce, muy respetuoso, pensó Elena. A pesar de estar acostados en una cama grande por primera vez, él le estaba perdonando esa nueva oportunidad. Era muy grata esa cercanía. Lástima que le volviera la imagen del hierro candente del que le había hablado la vieja Angustias. Tanto le habían dicho que la noche de bodas dolía. Dolía hasta la locura, y después de hacerlo los hombres eran unos vivos que se daban vuelta y se dormían enseguida.

—¿Vamos a tomar el vermú?

La frase de su marido la rescató de la hondura del surco y de sus pensamientos. Saltó de la cama contenta y le pidió tiempo para refrescarse un poco y cambiarse el vestido. Abrió la puerta que daba al balcón y volvió la luz radiante del mediodía, que se metió en el cuarto hasta iluminar la cama.

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SOBRE LA AUTORA:

Ana María Bovo nació en San Francisco, Córdoba, en 1951. Es escritora, actriz, docente, narradora oral, dramaturga y directora teatral.

En 1992 fue becada por la Fundación Antorchas para realizar en Italia una especialización en narración teatral. Como dramaturga, recibió la distinción Teatro del Mundo de la Universidad de Buenos Aires por Maní con chocolate y Hasta que me llames, y fue nominada a los premios Clarín y ACE por Emma Bovary.

Ha sido distinguida con el Premio Konex de Platino por su trayectoria en la categoría Unipersonal y recibió el Premio ACE por su actuación en Maní con chocolate. En 2002 publicó el libro Narrar, oficio trémulo (conversaciones con Jorge Dubatti).

Su primera novela, Rosas colombianas (Emecé, 2008) tuvo una excelente acogida por parte de la crítica y el público lector. En 2011 y 2012 respectivamente, publicó Cuentos de humor y amor 1 y 2, una selección de sus relatos favoritos acompañados de un CD.

Ana María Bovo en Twitter: @bovoanamaria

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Comentarios

  1. Me encanta el modo de narrar de Ana María Bovo, en ella, los detalles, se vuelven importantes

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