Revolución senior, el auge de la generación +45

Sebastián Campanario cuenta de qué modo los mayores de 45 años tendrán un lugar protagónico en los próximos años. Una propuesta original y disruptiva, que da las claves para deconstruir nuestros prejuicios etarios y entender los huracanes de cambio que estamos atravesando. Gentileza Penguin Random House.

Título: Revolución senior
Autor: Sebastián Campanario
Sello: SUDAMERICANA
Precio sin IVA: $ 709,00
Fecha publicación: 06/2019
Idioma: Español
Formato, páginas: RÚSTICA, 192
Medidas: 15,5 X 23 cm
ISBN: 9789500761697
Temáticas: Business, Ciencia, Espiritualidad
Colección: Obras Diversas
Edad recomendada: Adultos


SINOPSIS:

¿Solo los jóvenes son creativos e innovadores? ¿Qué podrían hacer las empresas y los gobiernos para dejar de ver los años como un problema y aprovechar su potencial económico? ¿A qué edad, realmente, uno considera que los demás son viejos?

Así como sucedió con el debate de género, crece la conciencia sobre el estigma de valores negativos atribuidos a la vida adulta. El advenimiento de los primeros millennials cincuentones no está lejos, así que las economías se están replanteando su relación con los mayores de esa edad.

Sebastián Campanario cuenta de qué modo los +45 tendrán un lugar protagónico en los próximos años, y da las claves para deconstruir nuestros prejuicios etarios y entender los huracanes de cambio que estamos atravesando. Mitos, estadísticas y testimonios en torno a la generación senior en la era de la inteligencia adaptativa. Paso a paso, cómo será "el contraataque de los clásicos", en uno de los libros más disruptivos y originales.

ASÍ COMIENZA...



Prefacio

El contraataque de los perennials
A fines de la década de 1990, en la redacción del diario Clarín había dos sectores bien diferenciados. En el tercer piso funcionaban las secciones de cierre diario (Política, Economía, Internacionales, Sociedad, Deportes, etc.), la parte “caliente” del medio y el centro gravitacional del poder en el edificio de la calle Tacuarí al 1800, en el barrio de Constitución. Un piso más abajo, en el segundo, se repartían los distintos suplementos semanales o mensuales, que constituían un mundo aparte, casi sin contacto con el cierre diario. Era un ambiente amplio, laberíntico, sin luz natural y cuya disposición espacial cambiaba con frecuencia.

A través de un amigo que me hizo un contacto, comencé a colaborar con el Suplemento Económico a mediados de 1998, el año en el que Clarín llegó a su récord de ventas, con más de 1,2 millón de diarios de tirada algunos domingos. La Convertibilidad de Menem y Cavallo ya vivía una fase declinante, pero la lectura de periódicos y la publicidad en gráfica estaban por entonces en su apogeo.

Los martes llevaba mi sumario con propuesta de notas sobre “finanzas corporativas” (fideicomisos, leasing, futuros y derivados, factoring), un temario aburridísimo sobre el que nadie quería escribir. Mi estrategia era hacerme fuerte en ese metro cuadrado grisáceo, ponerles onda a entrevistados deprimentes y acumular rodaje y publicaciones que me permitieran, más adelante, entrar como periodista fijo al diario. Mientras hacía la cola hasta que algún editor se desocupara y evaluara mi sumario, conversaba con colaboradores de otros suplementos que estaban en el mismo baile.

En una de las iteraciones de cambio de espacio, como en un juego de las sillas, el Económico quedó vecino a la sección Palabras Mayores, un suplemento para la “tercera edad” (después fue el título de una página en la revista Viva dedicada a frases de chicos que mandaban los lectores). Como otros productos del diario, el contenido de Palabras Mayores era el espacio que sobraba entre decenas de avisos vendidos, en este caso de geriátricos, complejos vitamínicos y pomadas antihemorroidales. Las fotos que ilustraban las notas eran las únicas que había entonces en el archivo con personas de más de 60: señores sentados en bancos de plaza dándoles de comer a las palomas, señoras amasando pastas un domingo. Como mucho, imágenes de bancos de fotos estadounidenses que mostraban a parejas mayores de pelo plateado, sonrientes, con equipo de gimnasia y algún resort de Boca Ratón, en la Florida, de fondo.

Las notas variaban entre alguna novedad previsional —escrita por Ismael Bermúdez, una de las figuras del tercero, el cierre diario caliente de Economía, a quien solían rogarle que las escribiera en algún minuto libre—, nuevos tipos de gimnasia y tratamientos médicos. En la contratapa se entrevistaba siempre a alguna “famosa” o “famoso”, que hablaban de las vicisitudes de la vida adulta.

El problema, me comentaban los colaboradores de Palabras Mayores en la cola de espera para que nos atendieran editores, era que ningún famoso quería aparecer en ese lugar deprimente. Lo consideraban un quemo, una nota que les bajaba el precio. Para conseguir personajes, el truco de los jóvenes periodistas pasantes era decirle al entrevistado que se trataba de “un artículo para Clarín”, sin aclarar qué suplemento. Así, incautos, Norma Aleandro o Raúl Lavié, por mencionar dos figuras que eran target de esa página por entonces, se enteraban de la tramoya luego de que la nota salía publicada, con títulos del estilo de “Me siento muy activa para mi edad”, “Uno aprende a apreciar otras cosas con el paso del tiempo” o similares.

Veinte años después, cuando preparaba una nota larga para la revista del domingo de La Nación sobre la #revolucionsenior como próxima batalla inclusiva, tuve un problema similar: muchas de las fuentes a las que llamaba no querían figurar en un contexto “para viejos”. Un publicista de más de 70 se excusó alegando que no se “sentía mayor”; una artista de la misma edad no quería que le sacaran fotos: desde que tenía 70 ya no toleraba salir retratada en un medio. Un empresario que siempre contestaba de inmediato esta vez optó por no hacerlo (ni enseguida ni nunca). La jefa de Relaciones Públicas de un político que se moría por salir hasta en la página de chistes primero me confirmó que opinaría y, luego, llamó para disculparse porque “surgió un viaje”.

En las dos décadas que transcurrieron entre ambos episodios se dieron otras batallas inclusivas —como la de género— que masificaron la conciencia de la discriminación contra la mujer, se promovieron leyes como la del matrimonio igualitario y se avanzó en la consideración de emparejar la cancha para distintas minorías que juegan es desventaja. Pero la discriminación por edad (“viejismo”, “edadismo” o “ageism”, en inglés) permanece inalterable, como una de las últimas estigmatizaciones socialmente aceptables.

Ni siquiera reconocen esta exclusión las propias víctimas, las y los mayores de 50, que siguen reproduciendo desde el discurso valores sumamente negativos asociados al envejecimiento, que tienen que ver con la tristeza, la incapacidad, el deterioro cognitivo o un paradigma general de “retirada”. Para las mujeres, la carga de prejuicio es doble: mientras que hay modelos de belleza masculina vinculados a la madurez como elemento de seducción, las mujeres de más de 50, como dice la creativa inglesa Cindy Gallop, conforman la capa más imperceptible de la población. “La menopausia es como una pastilla que te vuelve invisible”, describió una escritora en The New York Times.

Este fenómeno existió siempre, es mucho más marcado en Occidente que en Oriente y viene siendo estudiado por la sociología, la psicología y otras disciplinas desde hace décadas. Pero hay ciertas tendencias más recientes que apuntan a llevar esta discusión a un “momentum” más temprano que tarde, como ocurrió con el debate de género hace pocos años. A subirla varios escalones, y lo más importante e interesante: a abordarla con una mentalidad completamente distinta.

Es una conversación que, por distintos motivos —que se señalarán en el libro—, se perfila para cambiar de tono: del gris, el sepia o el ocre a una paleta de colores mucho más viva, asociada a una nueva agenda de la innovación y la creatividad, que también se encuentra por este tiempo superando su propia “crisis de la mediana edad”.

El contraataque de las y los +50 (o de los perennials, en contraposición a los millennials, en un neologismo acuñado por el creativo publicitario Fernando Vega Olmos) va también más allá de un grito reivindicativo para subsanar una injusticia. Es un imperativo de eficiencia económica: en una sociedad donde los avances de la medicina hacen que todos vivamos saludables varias décadas más que antes, en plenitud absoluta para trabajar, las empresas, por una cuestión de costos, toman empleados cada vez más jóvenes. En el medio, la tragedia de Recursos Humanos: el 90% de los avisos de empleo en la Argentina no incluyen a personas de más de 50 años, muchas de las cuales pueden tener aún la mitad de su vida laboral por delante. Desde un enfoque de Cuentas Nacionales, son varios puntos del PBI menos de riqueza para toda la sociedad que se pierden.

Es un punto ciego de ineficiencia económica que llevó al académico Tyler Cowen (uno de los economistas que mejor sigue la agenda de innovación) a asegurar que el desafío y el enorme potencial de incluir a los adultos mayores en el mercado laboral es un tema de relevancia económica mucho más importante que el debate por la robotización de empleos, que se lleva todos los titulares de los medios.

Las empresas también caminan con los ojos vendados ante esta franja etaria a nivel de marcas: la publicidad reproduce los prejuicios de viejismo una y otra vez, y los departamentos creativos de las agencias tienen una altísima proporción de varones jóvenes, sub-30, a quienes les cuesta conectar con las generaciones mayores. Se pierden así un mercado que solo en los Estados Unidos dispone de unos 15 billones (millones de millones) de dólares para gastar y al que únicamente se le ofrecen cursos de golf y pegamento para dentaduras.

Más que de un punto ciego, se trata de un “triángulo de las Bermudas”, con el cual las corporaciones no saben qué hacer y tampoco los gobiernos. Tradicionalmente, las políticas públicas de apoyo masivo se concentraron en la niñez y en las estrategias previsionales para jubilados. No hay experiencia de políticas a gran escala de reconversión laboral para la mediana edad: se está haciendo camino al andar con algunos países pioneros, como Alemania y los del norte de Europa. Sin embargo, la #revolucionsenior está empezando a despertar.

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SOBRE EL AUTOR:

Sebastián Campanario nació en La Plata en 1973. Es licenciado en Economía por la UBA y estudió Periodismo en TEA.

Su carrera profesional comenzó en el semanario El Economista en 1994, más tarde ingresó a Clarín, y escribe actualmente en La Nación sobre innovación, creatividad y economía no convencional.

En 2005 publicó Economía de lo insólito; en 2012, Otra vuelta a la economía, junto con Martín Lousteau; en 2014, Ideas en la ducha, y en 2017, Modo esponja, junto a Andrei Vazhnov.

Colaboró con la Cepal, IDEA, el PNUD, TED, Cippec y el BID, entre otras organizaciones.

Recibió el Premio Konex 2017 a la divulgación.

Sebastián Campanario en Twitter: @sebacampanario

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