Vistmond: el cuartel de los sueños

Esta es la historia de Yael, quien al cumplir trece años recibe un misterioso regalo. Junto a sus amigos Diego y María tendrá que descubrir el contenido y la misión que la acompaña. Una fantástica historia, escrita por Isabella, La Bala, la youtuber más intensa y más divertida del momento. Gentileza Penguin Random House.

Título: Vistmond: el cuartel de los sueños
Autora: La Bala
Sello: ALTEA
Precio sin IVA: $ 569,00
Fecha publicación: 07/2019
Idioma: Español
Formato, páginas: Tapa blanda, 224
Medidas: 13,5 X 21 cm
ISBN: 9789877362718
Temática: Infantil
Colección: Altea
Edad recomendada: A partir de 7 años

SINOPSIS:

Tras resignarse a conservar un atrapasueños que no deja de perseguirlo, Yael cae abruptamente en otra dimensión: es el fantástico mundo de Vistmond.

Aún no sabe que tiene una misión importante y que el atrapasueños será su guía. Sus dos mejores amigos, Diego y María, por diversas razones, llegarán también a este fabuloso lugar, donde conocerán a maestros de distintas artes, gigantes, enanos y otros grandiosos personajes que les enseñarán el valor de los sueños.

Vistmond. El cuartel de los sueños es la primera novela de Isabella de la Torre, mejor conocida en redes sociales como La Bala. La vivacidad y el estilo que la caracterizan quedan plasmados en esta intensa novela de aventuras.

ASÍ COMIENZA LA HISTORIA:

Las pesadillas y los sueños

—¿Cuánto habré caminado? —se preguntó agotado Yael en medio de… ¿dónde?—. ¿Dónde estoy? —Trató de orientarse en la oscuridad a pesar del miedo. Entrecerró los ojos para ver si así podía distinguir algo. Oyó un ruido de insectos, como si un enjambre se acercara. Yael empezó a sentir desesperación y quiso correr, pero las piernas no le respondían. Paralizado, sólo le quedaba gritar para pedir auxilio… Pero la voz tampoco salió. El zumbido se acrecentaba, amenazador, y se mezclaba con los latidos de su corazón. Extendió los brazos para palpar si había algo o alguien cerca de él. Nada, no había nada. Trató de dar un paso y de nuevo las piernas se quedaron ancladas. Comprendió que era inútil tratar de ver algo en medio de aquella penumbra, cerró los ojos para aislarse del zumbar de las abejas. Tomó aire y se concentró en un nuevo intento por moverse…




—Resiste y ven conmigo —pidió la voz en un susurro tan cerca del oído que sintió su aliento. Lleno de terror, intentó correr de nuevo. Dio un paso, luego otro, y entonces Yael cayó. El descenso le pareció altísimo. Quiso gritar de nuevo, pero un sobresalto le hizo abrir los ojos.

Estaba en su cuarto, recostado sobre la cama. Su balón de futbol se encontraba en el piso. Sobre la repisa estaban sus libros favoritos y las filas de coches que coleccionaba desde niño. La luz de la luna entraba por la ventana y un ligero viento movía la cortina. «¡Qué alivio!», pensó, sintiendo todavía los fuertes latidos de su corazón. Revisó el celular para ver si ya tenía que ir a la escuela. Eran las tres de la mañana. Se quedó quieto y comenzó a pensar si cerraba de nuevo los ojos para tratar de dormir… «Y ¿si vuelve la pesadilla? Papá dice que él sueña muchas veces lo mismo, pero la verdad es que yo no. Son las tres de la mañana, ni modo que me quede así, despierto, hasta las seis», pensó.

Yael miró otra vez hacia la ventana y se tapó con las cobijas casi hasta la nariz; todavía no quería salir de la tibieza de su cama.

Cerró los ojos.

—Yael, ¿resolviste el problema dos de la tarea? —le preguntó la maestra de Matemáticas.

—Sí, bueno, en realidad no —contestó Yael.

—¿Sí o no, Yael? —insistió la maestra sin dejar de mirarlo fijamente.

—Bueno, es que yo tengo una duda…

—¿Una duda?, una duda tengo yo sobre ti, Yael. A ver, dinos, por favor, ¿por qué estás en piyama y qué hace ese osito de peluche en tu mochila?

Una carcajada general y la vergüenza que le provocó despertaron a Yael.

De nuevo con los ojos abiertos, intentó recordar qué había cenado como para tener esos sueños: «¿Quesadillas?, ¿leche?, ¿de dónde habrá sacado mi maestra que tengo osito de peluche? ¿Hice toda la tarea de Matemáticas?».

Yael se preguntaba todas estas cosas porque, más de alguna vez, escuchó que si cenas mucho o te quedas con alguna preocupación o emoción fuerte del día, puede aparecer en los sueños. Pasado un momento se rio de sí mismo imaginándose en piyama en la escuela. Volvió a consultar la hora: apenas las cuatro. Todavía podía dormir un par de horas más.

Se hizo ovillo y volvió a cerrar los ojos. El equipo lo estaba dejando todo en la cancha de futbol; jugaban la semifinal. Yael era delantero, y un muchacho muy alto, del equipo contrario, lo tenía bloqueado todo el tiempo. En más de una ocasión lo agredió con empujones o metiéndole el pie, pero Yael esquivaba todos los golpes. En ese momento, el otro equipo tenía posesión de la pelota, pero un defensa de su equipo la pateó para enviarla cerca de la portería.

—¡Yael! ¡Yael, es tuya! —le gritó. Yael siguió el balón con la mirada como si lo viera en cámara lenta. Se adelantó y, tras recibirlo con el pecho, lo dirigió hacia la portería. El balón se elevó más de lo que esperaba; en lo alto, se convirtió en una enorme bola de fuego que salió expelida hasta muy lejos. Cuando su mirada regresó a sus compañeros, los encontró convertidos en piedra. Además del susto, el silencio era absoluto. En medio de la oscura desolación, una luciérnaga se hizo notar a lo lejos. Sin saber qué hacer, comenzó a caminar para retirarse de la cancha. Una mano fría y dura lo tomó del brazo. Yael volvió a abrir los ojos con sobresalto, sintiendo que el corazón de nuevo quería salírsele del pecho.

«No, ya no me vuelvo a dormir», pensó aterrado y abrió la puerta de su cuarto con la esperanza de que entrara su perro Bico y se acostara al pie de la cama. Al oír la puerta de Yael abrirse, Bico lanzó un gruñido gustoso y entró para echarse sobre un tapete cerca de su amo. Desde la cama, Yael bajó el brazo y lo acarició para agradecerle la fiel compañía tranquilizadora. Así, sobándole el lomo, se quedó dormido.

La alarma sonó a las seis y media; no podía apagarla porque estaba demasiado dormido y no le atinaba a la pantalla de su teléfono. Abrió los ojos y lo primero que vio fue un montón de plumas suspendidas frente a su cara. La sorpresa lo hizo parpadear con rapidez. Con la vista más clara, Yael encontró, colgado de la lámpara, un atrapasueños con una piedra cristalina en el centro. Era hermoso; se mecía suavemente con el aire que entraba por la ventana, y la claridad del amanecer jugaba con los cortes de la piedra reventando la luz en destellos de distintos colores. Cuando extendió la mano para sentir la suavidad de las plumas y el tejido del atrapasueños, una corriente de aire lo hizo bailar y agitar sus cuentas de colores. Pero era la piedra del centro la que más atraía su mirada con ese juego de luces para la vista. Las plumas eran café claro con rayas más oscuras. «Podrían ser de águila», pensó.

—¡Yael! ¿Ya estás listo, hijo? —preguntó su mamá desde la cocina.

—Ya, mamá. Ya voy.

Yael salió de su recámara.

—¿Todavía en piyama, Yael?, ¿ya viste la hora?

—Es que te quería preguntar…

—Me preguntas después, hijo. Cámbiate, por favor, no vas a llegar a tiempo a la escuela. Hoy puede llevarte tu papá, apúrate por favor.

Yael tuvo que ignorar el aroma a huevos con tocino y regresó a su recámara para cambiarse. El atrapasueños era hermoso. Hizo un repaso de todas las pesadillas que había tenido y el atrapasueños no estaba ninguna de las veces que se despertó en la madrugada; si hubiera estado, se habría dado cuenta. «¿Quién lo trajo?», se preguntó, y recordó que a mamá le gustaban ese tipo de cosas.

—¿Te quedas a futbol? —le preguntó su mamá cuando volvió a la cocina.

—Sí, mamá. ¿Tú colgaste un atrapasueños arriba de mi cama?

—¿Un atrapasueños? No, hijo, pero me gustan mucho. Debió de ser tu papá. Creo que ayer andaba en un bazar buscando un regalo para tu abuela. Ándale, desayuna bien, ¿sabes si tu hermano ya se levantó?

—No, no sé —le contestó Yael. Luego le dio una buena mordida a un pan tostado y apuró el vaso de leche—. ¿Y papá?

—Desayunó antes que tú y ya debe de estar a punto de salir.

Yael regresó a su recámara una vez más. Desde el pasillo se veían los destellos de luz del atrapasueños. Se lavó los dientes, tomó su mochila, el balón de futbol y fue al coche, donde ya lo esperaba su papá.

—Buenos días, papá.

—Buenos días, hijo.

—¿Fuiste tú quien puso un atrapasueños en mi cuarto?

—No, pero mira qué coincidencia. Ayer en el bazar trataron de venderme uno. Dudé por un momento, la verdad, porque ya sabes que a mamá le gustan ese tipo de cosas entre autóctonas y mágicas, ¿no? Pero al final no lo compré. Yo creo que ella lo ha de haber sacado de alguno de sus baúles llenos de cosas, porque llegando del bazar le conté cómo me insistía el vendedor y me hablaba de cómo los nativos de Norteamérica aseguraban que con uno de éstos desaparecen las pesadillas… Qué tonterías, ¿no?

—Y ¿cómo era ése que te quisieron vender?

—Pues me llamó la atención que en el centro tenía una piedra muy brillante, pero la verdad no me fijé mucho.

Yael sintió un escalofrío y permaneció en silencio el resto del trayecto.

pleca

Llegando a la escuela se encontró con María, su mejor amiga.

—¡Hola, Yael! —lo saludó alegre—. ¡Qué cara traes! ¡Parece que viste un zombi!

—Pues casi…

—¿Viste a la maestra de Mate? —preguntó ella, bromista.

—Sí, soñé con ella; me hacía quedar en ridículo delante de todos. Pero no es eso, María, la verdad tuve una noche con muchas pesadillas y…

—¿Quesadillas, alguien dijo quesadillas? ¡Yo quiero! No desayuné —interrumpió Diego, que acababa de llegar.

—Pe-sa-di-llas, tragón, a ver si dejas de pensar en comida —le dijo María.

—Pues si hablan de eso, yo me voy a otras cosas más agradables. ¿Saben qué?, acabo de pasar cerca de la dirección y dicen que hay una niña muy bonita haciendo examen de admisión. ¡Adiós, voy a ver si la veo! —se despidió Diego sonriendo.

Yael le contó a María sus sueños y cómo en la mañana había encontrado el atrapasueños que nadie había puesto ahí, ni papá ni mamá.

—Bueno —dijo María—, falta preguntarle a tu hermano, tal vez él…

—¡Ja! Si ni siquiera me presta el control de la tele, ya mero me va a comprar algo.

—Bueno, no sé, con ganas de hacer las paces o algo así, ¿no? Sería un gran regalo de tu hermano… ¡A mí los atrapasueños me encantan! ¿Te conté que tengo una pequeña colección? Un tío me los regaló hace mucho.

—Está claro que no fue mi hermano, y la verdad me da algo de miedo —contestó Yael tan absorto en sus pensamientos que no le puso mucha atención a María.

—¿Miedo? Pero ¿por qué? —preguntó ella—. Aunque sí, tienes razón, es misterioso… ¿Sabías que los atrapasueños son precisamente para alejar los malos sueños? Dijiste que tuviste pesadillas pero que finalmente pudiste dormir y ya después viste el atrapasueños. Yo creo que sí funcionan —le dijo con entusiasmo y casi sin respirar—. Los hacían los nativos de Norteamérica. En mi colección…, bueno, no sé si se pueda llamar colección, son como diez, tengo unos redondos y otros en forma de gota. Hay unos que en el centro de la malla tienen una piedra y otros con el círculo de la malla vacío. Mi favorito es uno grande, circular, con muchas cuentas de colores, y del aro le cuelgan otros atrapasueños más chiquitos. El tuyo ¿cómo es?

María se quedó esperando una respuesta, pero Yael estaba como trabado.

—¿Hola? ¡Hola! —insistió María agitando la mano frente a sus ojos—. ¿Cómo es el tuyo?

—Pues la verdad tiene una piedra muy brillante en el centro y muchas plumas que yo creo que son de águila. La malla es… creo que azul…

—¿Seguro?, debería ser roja o color vino. Recuerdo que mi tío me dijo que los nativos las pintaban así. Se supone que la red es un filtro que atrapa las pesadillas y deja pasar los sueños agradables, que se deslizan por medio de las plumas hasta su dueño. Luego, cuando sale el sol, su luz destruye las pesadillas que se quedaron atoradas. Los indios nativos que los hacían eran los… ¿apaches? No, ¡ay, no me acuerdo! Déjame ver en internet…

María consultó su celular.

—Aquí dice que eran los ojibwa, y que los hacían con madera de sauce blanco —continuó leyendo la información en su teléfono—, pero que los sioux pensaban que eran los sueños buenos los que se quedaban atrapados en la red y luego se deslizaban por las plumas al durmiente. Mmm…, al revés de como había dicho… ¡Ah!, y aquí dice que se originaron en una leyenda.

—¡Ya volví! ¿Qué pasa, Yael? ¿Sigues con cara de pesadilla? Por cierto, no pude ver a la niña que estaba haciendo el examen —dijo Diego.

—¿Cara de pesadilla? ¡No! ¿Cómo crees? Nada más apareció un atrapasueños en mi recámara y resulta que nadie sabe cómo llegó allí —dijo Yael con algo de ironía.

Diego abrió más los ojos.

—¡No! ¿En serio? ¿Así de la nada te llegó un atrapasueños? —preguntó sorprendido.

—Yo digo que falta que le pregunte a su hermano si no lo colgó él —dijo María.

—Pues claro, tuvo que haber sido él, pregúntale hoy. Y si no fue él, ¡yo quiero ver ese atrapasueños! —exclamó Diego con entusiasmo.

Sonó el timbre para entrar a clases y los tres amigos fueron a sus salones.

Cuando Yael volvió a casa después del futbol, su hermano mayor, Carlo, estaba haciendo un trabajo en el comedor.

—¿También compraste uno para ti? —preguntó Yael.

Su hermano estaba bastante concentrado y ni siquiera levantó la cara para contestar.

—¿Un qué?

—Un atrapasueños.

—No sé de qué hablas —le contestó secamente.

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SOBRE LA AUTORA:

Isabella de la Torre, La Bala, es una influencer mexicana muy importante. A su corta edad ha logrado cautivar a sus seguidores por su frescura y sus ocurrencias. Actualmente cuenta con más de seis millones de suscriptores en YouTube.

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