La fantástica biblioteca del hijo bastardo de Colón

Un profesor de Cambridge reivindica a Hernando Colón como ‘padre’ de Google. Al final de la vida de Hernando, su biblioteca ya era la mayor de Europa.

Cristóbal Colón saliendo del puerto de Palos encomienda sus hijos al padre Juan Pérez (1826-1828), de Pelagio (DEA / A. DAGLI ORTI / Getty)

No debió de ser fácil ser el hijo de Cristóbal Colón. Aunque aún no se habían inventado los psicoanalistas, leyendo Memorial de los libros naufragados (Ariel), del británico Edward Wilson-Lee, profesor de Historia del Libro en la Universidad de Cambridge, uno se imagina fácilmente al hijo del almirante en el diván. Wilson-Lee documenta, indaga y da su verdadera importancia al colosal proyecto en que se embarcó Hernando: el de crear una biblioteca universal que reflejara todo el saber humano de su tiempo. “Es el precedente de Google”, afirma a este diario con entusiasmo el autor, gesticulando en el patio de sillares de un edificio que hace siglos fue la Casa de la Moneda en Arequipa, hoy reconvertido en hotel. Las hazañas de este Colón menos conocido, el hijo bastardo del descubridor de América, han atraído la curiosidad del público en diversas sesiones del Hay Festival recientemente celebrado en esta ciudad peruana.

“Gran parte de la vida de Hernando puede explicarse –apunta Wilson-Leepor el fuerte deseo de ser digno de su padre, al que adoraba, quizás incluso por la ambición de ser igual que él. Aunque conviene tener en cuenta que fue un padre en cierto modo creado por el propio Hernando, quien ha moldeado nuestra imagen de Colón hasta convertirlo en el hombre que hoy conocemos, pues muchos de los datos que tenemos de su vida provienen de la biografía que escribió él”.

Y del mismo modo que su padre encontró un nuevo mundo, “él quiso crear un nuevo mundo de información”. Para ello, se propuso recopilar todo el saber de su época, no sólo el de la cristiandad, “y ponerlo al servicio de Carlos V, sirviéndole en bandeja toda esa información. Le entregó una gran herramienta de poder, como había hecho su padre con los Reyes Católicos”. Y, al igual que le sucedió a Colón, “pocos le entendieron”. Se inspiró en la Biblioteca de Alejandría, pero teniendo en cuenta “los cambios históricos e intentando evitar, con unas medidas de seguridad diabólicamente complejas, un desastre similar al sufrido por aquella institución, que fue totalmente destruida”.

Al final de la vida de Hernando, su biblioteca ya era la mayor de Europa. Había juntado “algo más de 15.000 volúmenes y 13.000 estampas, así como 5.000 árboles en su jardín botánico. Se conservan hoy algo más de 4.000 volúmenes, en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Se han perdido todas las estampas y plantas, pero al menos sabemos cuáles eran gracias a los repertorios que confeccionó”.

Hernando se sintió, como las personas del siglo XXI, “indefenso ante tanta información. Al igual que sucede hoy con la revolución digital, la imprenta aumentó de manera exponencial la cantidad de información disponible. Hoy nos orientamos en ese océano supeditándonos a los algoritmos de búsqueda, y él tuvo que inventar nuevos sistemas de clasificación”.

En la biografía de su padre que escribió Hernando –cuyo original en castellano se perdió, pero no así la traducción al italiano– hay una mitificación que Wilson-Lee justifica: “Para quitarle derechos a Colón sobre América, se arguyó en un largo proceso judicial que el almirante no fue el primero en llegar, que los romanos lo habían hecho 1.500 años antes, lo que convenía más a la Corona española. Hernando tuvo que construir una leyenda heroica sobre su padre para defender los intereses de la familia”. En esa leyenda, que dura hasta hoy, exageró la bondad del almirante con los indígenas. “Hernando fue amigo de Bartolomé de las Casas, juntos incluso propusieron al imperio otro sistema comercial que no se basara en la colonización. Y, a mi juicio, el mismo hecho de que escondiera ciertas cosas sobre el maltrato a los indígenas que debió de conocer –como ciertas masacres– muestra que sabía que no se trataba de buenas acciones”. También hay episodios más anecdóticos, como cuando un cabecilla local envía a su padre a dos muchachas para que se acueste con ellas, y el almirante las viste y las devuelve muy dignamente a su tribu.

La madre de Hernando fue una humilde tejedora, Beatriz Enríquez de Arana, con quien Colón nunca se casó. De hecho, al volverse rico y ­famoso al regreso del Nuevo Mundo, se desentendió de ella, pero nunca de su hijo, a quien integró en la corte con tan sólo 4 años, un entorno en el que prosperó y llegó a ser “un paje bien instruido”.

Como si fuera un padre moderno conciliando, Colón se llevó a Hernando a algunos de sus viajes. En especial, a su cuarta expedición a América, de 1502 a 1504, en la que surcaron diversas zonas del mar Caribe y recorrieron América Central. El chaval ya tenía 14 años cuando zarpó y compartió momentos de gran intensidad con su padre, “hasta naufragaron juntos”. Describe asombrado la cultura taína, a los manatíes o vacas marinas de Azúa, las pozas de agua dulce en los islotes de arena o el dinero de chocolate que circula en Guanaja. Ya por su cuenta, años después, primero del 1520 al 1522 y luego de 1529 a 1531, Hernando recorrería Europa en solitario (Londres, Gante, Bruselas, Frankfurt, Basilea, Milán, Venecia...) recopilando siempre libros para su proyecto (anotaba dónde compraba cada ejemplar y cuánto le costaba). En uno de sus viajes, conoció al mismísimo Erasmo de Rotterdam, “la celebridad más grande de su época” y, por supuesto, le pidió libros.

Entre las joyas de la corona, el Libro de las profecías, una obra escrita al alimón por ambos, Cristóbal y Hernando, en que se aparece “un Colón místico, que ve su obra como un destino divino”. El objetivo de este libro era “elevar los descubrimientos de Colón por encima del mezquino cálculo de las ventajas económicas en el que se centraban muchos de los debates cortesanos y enmarcarlos dentro de una gran narrativa religiosa de la historia, con escenas de visiones en que Dios le habla directamente. La misión de Colón era allanar el camino para el triunfo definitivo de la fe cristiana hasta el fin de los tiempos. Se conservan 84 hojas de papel gravemente deteriorado”.

La gran escena catalana del libro es apoteósica. Se trata de la recepción que le hacen los Reyes Católicos a Colón, a la vuelta de su primer viaje, en 1493, en Barcelona, donde se encontraban. “Ahí, haciendo gala de su nuevo estatus, Colón recorrió triunfalmente Barcelona a caballo, flanqueando a Fernando y a su heredero, el infante Juan. Si, como es probable, Colón cabalgó a la izquierda de Fernando, vería la cicatriz aún reciente que tenía el rey desde la oreja hasta el hombro, testimonio de un intento de asesinato que había sufrido pocos meses antes. La gran diversidad de sospechosos de estar detrás de este ataque —los franceses, los catalanes, los navarros, los castellanos— era un recordatorio del frágil estado de la unión española conseguida por Isabel y Fernando”, apunta Wilson-Lee.

Mientras las bibliotecas de la época estaban repletas de tratados de teología, clásicos y de las grandes ciencias, la de Hernando incluía también “mapas y muchos libros escritos por autores que carecían de fama o reputación, folletos endebles, baladas impresas en una sola página y diseñadas para ser pegadas en las paredes de las tabernas, y otras cosas similares que a la mayoría de sus contemporáneos les parecían, directamente, basura. Su idea era más cercana al big data que a la auctoritas. De hecho, una inscripción a la entrada decía que la biblioteca se asentaba sobre la mierda. Para Hernando, todos esos elementos no tenían precio porque lo acercaban a su objetivo de abarcarlo todo, de ser el Google de su tiempo”.

En la biblioteca de Hernando no había paredes sino “hileras de libros una sobre otra, colocados de pie sobre sus lomos, dispuestos de esta nueva manera vertical en cajas de madera diseñadas para ello. Hoy estas estanterías nos resultan tan familiares que pasan inadvertidas, pero los visitantes se asombraban porque era la primera vez que se veían”.

No es de extrañar que tamaño empeño despertara la admiración de Borges. “Había jaulas vacías –prosigue el autor– en cuyo interior debían sentarse los lectores, un ejército de lectores remunerados, y fichó bibliotecarios políglotas. Lo más misterioso es el plano de guía de la biblioteca, que se componía de fragmentos: más de diez mil trozos de papel, cada uno de los cuales llevaba un símbolo jeroglífico diferente. Cada una de las múltiples maneras en que estos trozos se podían ensamblar sugería un recorrido diferente por el lugar. Borges dibujaba esos signos en sus libros”. En un espacio en que era imposible ya que la memoria del bibliotecario pudiera albergar la información de los volúmenes, Hernando creó un sistema de epítomes o sumarios “precedente de la tecnología informática”. “Había que encontrar libros que uno no sabía que existían” así que creó el Libro de las materias, “una especie de búsqueda por palabra clave, como Google”, el Libro de los epítomes y el Taller de autos y ciencias para diferentes tipos de pesquisas.

Wilson-Lee no cree que el libro electrónico suponga ninguna revolución cultural similar a la de la imprenta o Internet. “Somos animales físicos, nos gusta pasar las páginas, tocar, nuestra memoria retiene más lo leído en un libro ­físico porque lo asocia al color de la portada, al lugar donde lo ­guardamos, al párrafo donde has leído y marcado algo... todos pensamos físicamente, geolocalizamos. Los libros importantes no se leen en un Kindle, como tampoco la poesía”.

Poco antes de abandonar este mundo, en su lecho de muerte, Hernando se embadurnó la cara con lodo del Guadalquivir como símbolo de humildad. El principal beneficiario de su testamento no fue una persona, sino su biblioteca, algo insólito en la época.

Fuente: La Vanguardia


Comentarios