Un libro sobre la destrucción deliberada del conocimiento a lo largo de la historia arroja nueva luz sobre lo que verdaderamente le ocurrió a la gran biblioteca de la Antigüedad.
Grabado de 1876 que recrea el supuesto incendio que habría destruido parte de la Biblioteca de Alejandría en el 47 a.C. |
Refería Jorge Luis Borges en uno de sus numerosos —y deliciosos— apuntes bibliófilos un ensayo de Bernard Shaw en el cual, cuando el fuego amenaza la Biblioteca de Alejandría y alguien le advierte al César de que, si no hacen nada, arderá la memoria de la Humanidad, este responde: "Déjala arder, es una memoria de infamia". Y apostilla el escritor argentino: "El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos, la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral". El fuego que habría devorado el gran archivo del saber antiguo nos conmueve porque para nuestra cultura el libro sigue poseyendo un poder mitológico indestructible, mientras que los hombres del pasado lo consideraban en realidad un pariente pobre de la palabra hablada, la única que permite apreciar en toda su profundidad el verdadero sabor de las historias. Pero ¿y si el mito va más allá? ¿Y si en realidad el fuego no destruyó la Biblioteca de Alejandría?
Richard Ovenden (1964) es un bibliotecario británico legendario que, tras haber regido los destinos de algunos de los principales recintos bibliográficos de Reino Unido, ocupa hoy el cargo de alto ejecutivo de las Bibliotecas Bodleianas de la Universidad de Oxford. También es el autor de un libro tan emocionante como desolador que acaba de ser traducido en nuestro país por Silvia Furió: 'Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento' (Crítica). En la línea de otros títulos ya clásicos como 'Historia universal de la destrucción de los libros', de Fernando Báez, o el superventas 'El infinito en un junco', de Irene Vallejo, Ovenden persigue en estas páginas la desagradable afición de aniquilar libros que los seres humanos hemos cultivado con nocturnidad y alevosía casi desde el mismo momento en que comenzamos a escribirlos.
'Quemar libros'. (Crítica) |
Es esta una historia de dramas universales pero también íntimos. De cómo se alzaron y cayeron grandiosas bibliotecas como la de Asurbanipal, la del Congreso de EEUU, la de Lovaina —que ardió dos veces—, las que arrasaron las hordas nazis o, más recientemente, la de Bagdad durante la infausta guerra de Irak, hasta cómo se perdieron por desidia, mala praxis o incluso voluntariamente tesoros documentales de escritores como Lord Byron. ¿Y Alejandría? El lector habrá notado la elusión de la más célebre de las bibliotecas incendiadas en esta enumeración apresurada. Y es que la suya es precisamente la aventura más fascinante —y desmitificadora— de las que se despliegan en las páginas del ensayo de Ovenden. Atiendan.
Montañas de papiros
Alejandría es la biblioteca arquetípica de la imaginación occidental y, sin embargo, lo que sabemos de ella es, siendo optimistas, fragmentario. Muy pocas fuentes primarias y un sinfín de secundarias que se copian las unas a las otras. Para empezar, no se trataba de una sola biblioteca sino de dos, el Museion o Biblioteca Interior y el Serapeum o Biblioteca Exterior, y ambos eran edificios impresionantes entre cuyas paredes se almacenaban montañas de rollos de papiro, pero donde también se invitaba al estudio a los sabios llegados de todos los rincones de la Antigüedad, amén de cualquier otro visitante. Fundada por el primero de los Ptolomeos en el siglo III a. C., sabemos de la ansiedad bibliófila de los directores de la institución que requisaban todo libro que encontraran en los barcos que recalaban en su transitadísimo puerto para quedárselo y devolver después una copia.
Recreación de la Biblioteca de Alejandría.
"La Biblioteca de Alejandría", cuenta Richard Ovenden, "creció sin parar desde su fundación según un curioso documento conocido como la Carta de Aristeas, escrita en torno al año 100 a. C. En ella se cuenta que poco después de su fundación, la biblioteca alcanzó los 500.000 rollos y que la incorporación del Serapeum acrecentó su capacidad. El historiador romano Aulo Gelio, en su compendio 'Noches Áticas', dio una cifra de 700.000 volúmenes divididos entre las dos bibliotecas. Juan Tzetzes fue un poco más preciso —los bibliotecarios tienden a estar más contentos con las cuentas exactas de sus colecciones— y afirmó que el Museion contaba con 490.000 volúmenes y el Serapeum con 42.800. Hemos de tratar las antiguas estimaciones del tamaño de la colección con extrema cautela. Dada la extensión de la literatura en el mundo antiguo que ha sobrevivido, las cifras no son realistas. Aunque las estimaciones deben considerarse con escepticismo, sí ponen de manifiesto que la biblioteca era enorme, mucho mayor que cualquier otra colección conocida en aquel momento".
El mito del incendio devastador fueron en realidad varios mitos y leyendas a menudo contradictorios entre sí
Pero el mito de la Biblioteca de Alejandría lo acabó forjando el incendio devastador que la habría calcinado. Fueron en realidad varios mitos y leyendas a menudo contradictorios entre sí, explica el autor de 'Quemar libros', que no se corresponden con la más probable, prosaica y triste realidad. Primero habría llegado el fuego en el fragor de la conquista cesariana de Egipto en el siglo I a. C. Después, la quema del cristiano Teófilo en su furia antipagana en el 391 d. C. Y aún más tarde, en el 642, habría sido el líder árabe Amr el que se habría servido en los 4.000 baños de Alejandría de aquellos tesoros librescos para calentar el agua y exorcizar de paso a los impíos autores grecolatinos que emponzoñaban la ortodoxia fijada por el Profeta. No hay duda de que la Biblioteca dejó de existir, pero el fuego resulta, digamos demasiado espectacular y consolador, para dar cuenta de su fin.
Admonición
Las bibliotecas de la Antigüedad eran tremendamente frágiles. El junco del papiro crece en la ribera del Nilo en donde se recolectaba, se extraía su corteza a tiras que después se juntaban, se secaban al sol y finalmente se raspaban para dejarlas listas para registrar en ellas las obras inmortales de Aristóteles o Cicerón. Hasta que los sustituyeron primero el pergamino medieval hecho de piel y finalmente el papel llegado de Asia, los papiros sirvieron bien, pero eran no solo muy inflamables, sino que también se malograban con rapidez, comidos por el moho, los insectos y las ratas. La perdurabilidad de enormes depósitos de rollos de papiro exigía un copiado constante para no perder las obras, una atención que no desfalleciera, un trabajo febril de gestión y conservación que la mudable naturaleza humana amenazaba con echar a perder en el primer instante de relajación. No hizo falta el fuego, porque, y esto sí debería ser una enseñanza para la actualidad, la desconsideración por el saber, que el amor a los libros se mude a otros menesteres, puede ser suficiente para destruir "una memoria de infamias".
No hizo falta el fuego, bastó la falta de consideración por el saber
"Al parecer", termina Richard Ovenden, "la causa última de la destrucción de la Biblioteca fue la falta de supervisión, liderazgo e inversión que imperó durante siglos. Más que un símbolo de la naturaleza catastrófica de la ignorancia y la barbarie imponiéndose a la verdad civilizada, Alejandría es un relato admonitorio del peligro que conlleva el creciente deterioro debido a la escasez de fondos, la falta de consideración prioritaria y la indiferencia general hacia las instituciones que conservan y comparten el conocimiento".
Fuente: El Confidencial (Por: Daniel Arjona)
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