El renacer de la Biblioteca Nacional de Francia

Tras su reapertura, comentamos dos de sus grandes salas y la biblioteca de Sainte Geneviève, del mismo arquitecto.


Las cúpulas de la Sala Labrouste. (Mihail Moldoveanu)

Decía Umberto Eco, como homenaje a Borges, que el modo más acabado de representación cultural de nuestro mundo son los catálogos de las bibliotecas, una idea que se hace cartesianamente evidente al entrar en algunas de las excelentes bibliotecas que encuentra cualquier spleen en París. Hace unas pocas semanas, tras diez años de obras, el 17 de septiembre, se volvían abrir las puertas de la Biblioteca Nacional de Francia, la BNF, en su histórica ubicación del 58 de la rue Richelieu/5 rue Vivienne, un edificio vecino a los Jardines del Palais Royal. Las autoridades hicieron coincidir la apertura con el tercer centenario de ubicación, cuando el Abad Bignon decide en 1722 trasladar la Biblioteca Real, que había transitado desde el Louvre, Blois o Fontainebleau, a la actual en el palacio Mazarin con el fin de ensalzar las letras que, como decía Bacon en la Nueva Atlántida, cruzan los vastos mares del tiempo.

Quienes visitaron la biblioteca ese día debieron sentirse sumidos en una profunda satisfacción. Su vasto fondo responde puntualmente a las etapas de una historia de Francia como historia del poder de sus reyes, desde que Carlos V en 1368, en plena Guerra de los Cien Años, creara una colección donde se sabe trabajó la insigne escritora Christine de Pizan; a ese fondo siguieron otros como los de Luis XI y Francisco I en pleno Renacimiento, o los de Luís XIV, el Rey Sol. En 1795, durante los días de la Revolución, la Biblioteca Real pasó a llamarse Biblioteca Nacional de Francia. Y así hasta hoy.

La sala Labrouste. (Mihail Moldoveanu)

Dentro del edificio se multiplican las desconcertantes maravillas constructivas del genial arquitecto Henri Labrouste: estamos en la transformación urbanística de París durante el Segundo Imperio de Napoleón III, bajo la iniciativa del barón de Haussmann y su búsqueda de una ciudad de luz donde el hierro y el cristal marcan el sentido de las construcciones, sean estaciones de ferrocarril, almacenes para la clase media burguesa o el mercado central. Las claves del diseño de la Biblioteca Nacional se pueden descifrar por pura lógica de aquel momento histórico. Basta con detenerse en las diversas salas que fijan estos ideales, la sala Labrouste (que acoge también la biblioteca del INHA, la de Grabados y la sala Oval.


⁄ Con el barón Haussmann París se transforma en una ciudad de luz, hierro y cristal dominan la construcción


La sala de lectura, llamada sala Labrouste en honor de quien la construyó, es un soberbio ejemplo de la arquitectura de hierro del siglo XIX. Sus más de 1.150 m2 están cubiertos por nueve cúpulas, decoradas con frisos cerámicos de marfil y oro sobre fondo rojo, que dividen el espacio sin reducirlo. La estructura metálica de soporte es independiente de la mampostería. Dieciséis columnas de hierro fundido, de 30 cms. de diámetro y 10 metros de altura, sostienen las bóvedas. La parte superior de cada bóveda está formada por una claraboya redonda: la iluminación cenital se distribuye por toda la sala sin generar sombras proyectadas. También aportan luz tres grandes ventanales que dan al patio norte y el tejado plano de cristal que cubre el hemiciclo. Acentúan el aspecto religioso del lugar los pasillos tranquilos y claros, como los de esas basílicas perdidas en el bosque, evocadas por las pinturas paisajistas de Desgoffe.

La sala Oval. (Mihail Moldoveanu)

De Labrouste también es la sala de lectura del Departamento de Grabados que cubre parte del patio. Su primer proyecto, estudiado en abril de 1859, se parece bastante al que conocemos, salvo en un punto esencial, la cubierta del obrador: el acristalamiento plano, de hierro y vidrio, sólo adoptará más tarde la forma actual de las famosas cúpulas. La obra desemboca en un hemiciclo, entre las tiendas y el vestíbulo. 

Pero no todo su trabajo quedó circunscrito a la Biblioteca Nacional, también se hizo cargo de la remodelación la Biblioteca de Sainte Génèvieve, en el Barrio Latino, ubicada sobre la antigua basílica del siglo VI dedicada a los santos padres y desde donde Santa Genoveva hizo frente al mismísimo Atila cuando este asedió Lutecia en 451: Labrouste optó por dejar a la vista la estructura del edificio, siendo el punto de partida de la modernidad en la arquitectura alejándose de las soluciones neogóticas de Viollet-le-Duc en Notre Dame. La primera piedra se colocó en agosto de 1844 y abrió sus puertas el 4 de febrero de 1851.


⁄ El cardenal Mazarino ordenó trasladar en 1722 la Biblioteca Nacional al actual palacio


A su muerte en 1875 se habían perdido ya esos remolinos de vida que dieron su perfil actual a París, aunque todavía quedaba mucho que hacer en los solares colindantes a la Biblioteca Nacional. De hecho, en 1878, el estado adquirió cuatro casas que estaban en la plaza Vivienne. Sus terrenos permitieron la construcción de nuevos espacios, necesarios debido al aumento de los fondos de la biblioteca. Así en 1890 se decidió construir la sala Oval. Fue iniciada en 1897 por Jean-Louis Pascal, aunque las obras que no se acabaron hasta 1932 de la mano de Alfred Recoura; se inauguró hasta 15 de diciembre de 1936 por el presidente de la República Albert Lebrun, un espacio que la prensa la calificó como el “paraíso oval de París”. 

Biblioteca de Sainte Geneviève. (Mihail Moldoveanu)

Una gran elipse cubierta por un techo de cristal, con un eje mayor de 43,70 metros y un eje menor de 32,80 metros. Notable por su altura de 18 metros, la sala está dominada por un techo central de cristal rodeado de dieciséis ventanas de œil-de-boeuf acristaladas. Además de la zona de lectura, la luz del techo de cristal ilumina los tres pisos de estanterías de la galería y la tienda del sótano, la Cripta Pascal, gracias a un suelo de losas de cristal, ahora cubierto de moqueta. Los amplios balcones de hierro con suelo de listones facilitan la circulación y la consulta de las colecciones conservadas en las galerías.

Al terminar la visita de estas bibliotecas, nos percatamos de que el paseante de París se ha hecho con una imagen mental del lugar al que le gusta pertenecer, pues ese gusto le ha creado el repertorio de “imágenes vividas” de las que habla Roland Barthes con las que poder moverse en el mar multicultural de nuestros días.


Fuente: La Vanguardia

MIHAIL MOLDOVEANU (fotos)

ALMUDENA BLASCO VALLÉS (Texto)



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